El beso único, lento, largo, casi eterno. Una gota que cae por mi espalda, llevando con ella un dulce dolor. Unas caderas que nunca encuentran acomodo. Un no acompañado de más besos. Unos labios que no se cansan, que dibujan todo un arco de sensaciones. Un cristal que se rompe como me rompí yo. No suplico, no sé. Mi pelo se esparce por la playa, se confunde con la arena, se enfría al caer la noche y arde con el sol alto. Las olas son mis labios que intentan darte otro beso arrebatado, abrazarte y confundirte en el abismo del profundo mar. Allí no hay luz, los ojos no sirven, no nos sirven para nada, solo la piel puede darnos datos del exterior. Mi piel inflamada está muda y no me dice nada, siento mi interior lleno de un vacío inmenso. Una mejilla sonrosada da vueltas por mis manos, me dice como se pronuncian algunas palabras viejas bordadas en mis pies. No te quejes por los aros dorados, las orlas finas oprimen mi cuello mientras espero y caigo. El roce leve de tus pestañas en el abrir y cerrar de tus sueños me devuelven la sal y el aroma de rosas. Los halos de luz forman lazos que nos unen a pesar de los silencios y los monstruos de nuestras almas. Sigo esperando, como siempre, que me veas en lo alto de la reja verde de mi ventana. Acurrucada, haciendo de mi cuerpo escudo al viento frío, haciendo de regazo a los sentires de todos, haciendo de brote al gigante ramal, haciendo bocas y lenguas, gargantas y vientres, hombros desnudos y espaldas al sol, cuchillos de puntas redondas para que no hagan daño si osan rozarme, sangre verde como mi balcón y su persiana, pechos sueltos debajo de una camisa abrochada hasta el ultimo botón, suave sensación que me acompaña después del ocaso, del dormir despierto, de los lóbulos agujereados, de todo y de nada, de estar en un continuo renovar el aire del ambiente que me rodea, de sentirme la carne pegada a mis huesos, de la limpia sonrisa de color rojo como las cerezas.
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