(Dedicado a Johanna Murua G.)
El atardecer se vino con fuerzas en esta tierra austral, como hacia costumbre de años, me encontraba pescando a la orilla del río, el agua parecía arrastrar las piedras. Como la pesca en la tarde había sido generosa y tenía suficiente para mí, consideré que ya era hora de volver a casa.
Mientras me encaminaba decidí atravesar el bosque, mis pasos solitarios se aproximaron al camino, al avanzar vi como el cielo estaba despejado, la luna llena y las estrellas sabían brillar como nunca, dejando entrever una belleza inusual que parecía no opacarse, a pesar de ello, unas nubes cubrían el horizonte de las montañas, a lo lejos el resplandor de un rayo anunciaba que pronto se dejaría caer un aguacero. No le quise prestar mayor atención, seguí el sendero interior. A esta altura de mi vida, y con mis sesenta y tantos años, cuesta avanzar por la espesura del bosque, así que, descansé en una piedra que sobresalía del camino. El viento tibio invadió todo el territorio y provocaba en mi sentimientos encontrados, ya que en este día se cumplían diez años de la muerte de Rocío, mi esposa y compañera de mis días terrenales, un repentino cáncer se la llevo y me hizo apartarme de Dios y de los hombres.
Una leve lluvia me alcanzó casi al llegar a mi cabaña, una vez estando en ella, Lonkonao, mi fiel perro labrador y mi única compañía, salió a recibirme, me pareció un poco inquieto, pero a veces, él era así. Dejé la caña de pescar y la cesta con los pescados en la cocina y preparé el fuego de la chimenea. Cuando me aprestaba a preparar la cena, sentí un fuerte ruido, Lonkonao ladraba desesperado, salí y encontré la puerta del establo abierta. Entre, allí estaba Unicornio, mi caballo azabache, que de vez en cuando me acompaña al pueblo por provisiones o a dar un paseo por ahí. Su relinchar me alertó, pero jamás me sentí preparado para aceptar y creer lo que mis ojos vieron, quedé inmovilizado por la sorpresa y enmudecí por la primera impresión que me causó.
Afuera ya llovía copiosamente y a pesar que el establo estaba a oscuras, al fondo en un rincón había una delicada y extraña figura que resplandecía con luz propia, de a poco intente acercarme y la figura hizo un ademán para que yo no avanzara más. Pude distinguir que se encontraba arrodillada en cuclillas, su rostro parecía desorientado y asustado, como si temiera que yo le fuera a reprochar su presencia allí.
Me sentí cautivado por su luminosa belleza, por sus grandes ojos transparentes, por sus cabellos de trigueño color, que con suavidad y forma ondulada caían por sobre sus hombros, tan delicados, frágiles y sin embargo, parecían haber llevado el sufrimiento del mundo entero. El monte de sus pechos era como verdaderas mandarinas, dulces de miel; su cintura aflojaba la propia sensualidad de su ser, el cáliz de su sexo parecía una fruta jugosa y una rosa destinada a esparcir con su aroma el campo silvestre, sus pequeños pies se veían tan ligeros que de seguro habían recorrido distancias infinitas, pero, de su espalda arrancaban dos alas y una de ellas estaba rota, como si al caer se hubiese herido. Supe que era un ángel y una vez mas, el simple equilibrio del universo se había quebrado y así dicen que las coincidencias no existen o será a caso uno de los misteriosos caminos del Señor?
En mi silencio volví a intentar aproximarme, esta vez con un poco mas de suerte, quedé a un solo paso de ella, no quería asustarla, ella solo me miro.
- ¡Tranquila! dije, acercando mi mano. Me contestó con una leve sonrisa.
- ¡No te haré daño! - volví a hablar.
-¡Fa-Sol-Mi-Do-La! - contestó ella, con un sonido estruendoso de trompetas, a la vez que con sus manos hacia gestos al cielo y me mostraba sus alas.
Entendí muy poco, a decir verdad, nada, volví a hablar esta vez, le pregunte:
-¿Cómo te llamas?
-¿De dónde vienes?
-¿Por qué estas acá?
Ella volvió a contestar con los mismos monosílabos haciendo los mismos gestos anteriores. Me pareció que sería un esfuerzo en vano comunicarnos. Así que aun a riesgo de dar a conocer mi secreto paradero. Tomé con dedición sus manos y las apreté junto a las mías, cerré mis ojos con firmeza, todo mi cuerpo se transformó y extendí con agilidad y nobleza un par de robustas y vigorosas alas. Ella me miró sorprendida y así iniciamos nuevamente la conversación. Esta vez en el lenguaje silencioso de los Ángeles
-Gabriel es mi verdadero nombre y desde muchísimos años me encuentro en este mundo, abandoné el paraíso cuando perdí la fe - le dije
- Te he buscado por mucho tiempo, no fue fácil encontrar tu rastro, pero ¡aquí estoy! - respondió ella.
- ¿Por qué me haz buscado? ¿Acaso quieres algo de mí? - le dije en tono firme y molesto.
Ella me miró a la cara y vi como se le escapaba una lágrima de sus ojos que recorría suavemente su mejilla.
Afuera del establo el viento y la lluvia seguían con fuera el eco de nuestra conversación, después de un largo silencio extendimos nuestros cuerpos sobre un montículo de heno, la abracé con mucha fuerza, mientras acariciaba sus cabellos, que se entremezclaban con mi mano, ella posó con suavidad su cabeza, sentí el aliento y el susurrar de su respiración en mi pecho, estuvimos así por un largo rato hasta que nos miramos a los ojos, nuestras pupilas, estaban dilatadas su sonrisa estremeció mi piel, dibujé sus labios con los dedos de mi mano, nos besamos por un breve instante y volví a sentir el perfume de la eternidad. Y así pude comprender cual era el verdadero destino de los Ángeles.
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