Tengo que ver esa película. La función es a las seis. Entretanto –son las nueve de la mañana- iré a visitar a mi tío Pedro, hace mucho que no lo veo y siento necesidad de escuchar sus anécdotas y reír con sus muecas.
Me recibe con un gesto nada de amigable. Lo veo más encogido, más acaballerado, como diría mi abuela. Ya no es el mismo, viste muy descuidadamente y sus greñas grisáceas le caen como cascadas de repollo sobre la frente. Su voz ya no es la misma, esa que nos mantenía en vilo, mientras narraba sus enrevesadas vivencias. Ahora pareciera que se ha oxidado y surge, de pronto, como una flauta desafinada. Se nota triste. Contesta a mis preguntas con monosílabos. El tío Pedro ya no sonríe, perdió también esa facultad. Cuando son las diez y ante la inutilidad de entablar un diálogo entretenido, me despido del tío y este me extiende su mano fláccida, sin fuerzas ya para asir siquiera una ilusión.
Como es temprano aún, me dirijo a un mercado persa en el que pretendo encontrar algún libro interesante. Me fascina buscar entre rumas de objetos diversos, alguna joya literaria, un buen libro, ajado, desteñido y –por lo mismo- absolutamente vivo. Me dan la una de la tarde en esa afanosa búsqueda y sin que lo hubiera imaginado, me encuentro con un compañero de liceo que me reconoce y me aborda.
-Estás más viejo, pero absolutamente reconocible-me dice. Yo callo porque si él no me hubiese tocado el hombro, habría pasado por su lado sin que me evocara nada de aquellos años de estudiante. El luce una radiante calva ¿Quien lo diría? La imagen desvaída que tengo de él, es la de un muchacho rubicundo, de larga cabellera color azabache. ¿Adonde se fueron esos cabellos?
Nos vamos a recordar viejos tiempos a un bar de mala muerte y mientras nos empinamos un par de pilseners, me percato que el Silva (uno siempre recuerda a sus compañeros de colegio por el apellido, el nombre se borró, acaso nunca existió) tiene una memoria de elefante. Se acuerda de cada detalle que para mí pasó desapercibido. Ambos nunca fuimos unas lumbreras en materia de estudio, pero él era un excelente dibujante y cuando garrapateaba la cara rechoncha del profe de Historia, nos atacábamos de la risa y no fueron pocas las veces que nos expulsaron de la sala por chinchosos.
A las cuatro de la tarde y cuando parece que el día está muy avanzado, me despido de Silva, no sin antes intercambiar teléfonos, en el bien entendido que yo nunca lo llamaré e, intuyo, que él tampoco lo hará. Es un día abochornado, oscuro, especial para quedarse en casa leyendo un libro. Pero debo acudir al cine. Me han recomendado esa película y tengo, más curiosidad que gusto, de verla.
Cuando el cielo se ha ennegrecido en extremo, salgo de mi casa, con el propósito de dirigirme al cine. Pero es un día de esos en que el pasado se empecina en aflorar. Me encuentro con Laura, una noviecita con la que tuvimos algo hace más de una década. Ella sonríe con tristeza, al verme y yo disimulo esa especie de nostalgia que me devuelve abruptamente al pasado. ¿Qué nos pasó? ¿Por qué terminamos? No lo tengo muy claro. Al parecer fue ella la que me pidió que nos diéramos tiempo. Lapso larguísimo que dura hasta este preciso momento. Me pregunta vaguedades y le respondo vaguedades. Y siento pena. No por aquellos instantes que vivimos, sino por la constatación dolorosa de que los amores se mueren y no dejan huella. La invito a un café, con la esperanza que me diga que no, que tiene un compromiso. Pero acepta y partimos ambos, uno al lado del otro, como los extraños que ahora somos, sin que yo intente medir su cintura, como lo hacía antes y sin que ella me responda con una de esas sonrisas luminosas.
Conversamos de tantas cosas y de nada. Pareciera que tuviésemos miedo de tocar el punto exacto que nos devolviese a ese momento en que decidimos separarnos. Ella sorbe con suavidad su café y dirige sus ojos tristes a la calle neblinosa. Yo la contemplo de reojo y noto que no ha envejecido gran cosa. Nos sonreímos, nuestras manos quedan allí, una cerca de la otra, pero sin romper la distancia reglamentaria que impuso esa pretérita ruptura. Nos levantamos, nos despedimos, asunto terminado.
El día ha sido, sin lugar a dudas, un puente grisáceo que me condujo al pasado. Masticando los recuerdos y los talvez, camino a paso lento por la calle iluminada. Es invierno y la noche se dejó caer con premura. Aún me quedan algunos minutos, en los cuales me regalo un cigarrillo, me permito bostezar, acaso aburrido conmigo mismo y finalmente, me dirijo al cine aquel.
Ya acomodado en mi asiento y en medio de la penumbra, veo parpadear las imágenes sin tener noción alguna de lo que sucede en la pantalla. Debe ser porque ese pasado removido por los encuentros, me trasladó a vivencias de gran intensidad, a épocas en que yo era otro y todo era distinto. Y sea como sea, lo que se ha vivido, supera con creces a esta torpe ficción reflejada en colores y que ahora me parece sin gracia alguna…
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