Cuando me preguntaron para qué seguía hablándote, a sabiendas de que no podías oírme, respondí que estaban equivocados. Que tú, a pesar de todo, me escuchabas, con paciencia cada día. Me preguntaban para qué seguía leyéndote cariñosamente ese cuento –ése de Cortázar-. Ellos no entendían nada. No sabían lo que había entre nosotros… y jamás podrían entenderlo. Tú me decías que se los explicase, y yo, como todos los días, te decía que no merecía la pena. Llegaba puntualmente, a las 8.30 y comenzaba la lectura. Nunca terminábamos el libro. El rito era comenzarlo siempre desde el principio, como todos los días. Siempre me decías que no tenía caso dejar las cosas para mañana –quizás no hay mañana, insistías- así que para no perder jamás la historia entre los intersticios del tiempo, la leíamos, la leía desde el principio todos los días. Te leía los ojos, la frente, la comisura de los labios, el cabello… estratégicamente desarreglado. Me gustaba despeinarte… pero ya había perdido la costumbre de hacerlo. Como tantas otras cosas. Había dejado la cocina, mis paseos, e incluso las lecturas… lo había dejado todo por ti, aunque tú me hubieses dejado a mí... y nunca hubiese querido dejar nada. Ni siquiera me dabas las gracias. Nunca lo hacías… se te olvidaba darme los buenos días, y ya estabas dormido para cuando yo te daba mis dulces “buenas noches”. Nunca me importó y de todos modos lo decía. Esperaba el momento justo –es decir, más de lo que hubiese querido- y musitaba, buenas noches. Nunca supe si realmente estabas dormido o es que te hacías el sordo. Creo que era la segunda, aunque ciertamente nunca pudiste entender a las personas que tienen insomnio. Nunca me entendiste, pero tampoco me importó. Te dije que te amaba a pesar de todo. Tampoco dijiste nada… pero sí supe que quisiste hacerlo. Para cuando al fin te decidiste a expresarme algo, dejando detrás tus miedos de la infancia… calculaste mal los tiempos. Saliste del trabajo, compraste las flores –me compraste mis margaritas-, y sonriente y apurado emprendiste el regreso a casa. Caminaste, orgulloso con tu gesto, pero muerto de vergüenza –no te gustaba que las mujeres halagaran con la mirada tu acto-. Caminaste, sabiendo de memoria la ruta, pero ignorando, justo ese día el camino. Pensabas en mí… como tantas otras veces, pero hoy, justo hoy, querías hacerme feliz y decirme todo lo que nunca dijiste, pero siempre hubieses querido haber dicho. Cruzaste la calle, pusiste un pie en el asfalto, y un automóvil no tardó en arrollarte, y estropear de paso… tus flores [las mías], tu vida… la mía. Todavía te leo, como si estuvieras aquí… y no me importa que se rumoree que las flores eran para esa otra con la que sí eras cariñoso. No me importa saber que era a ella a quien le gustaban las margaritas, yo en cambio adoro los tulipanes. Ellos se equivocan. Las flores eran para mí. Y tú también lo eras. Así que llegaré mañana, a las 8.30 y te leeré ese cuento. Ese que tanto te disgusta. Siempre criticaste a Cortázar, lo tildabas de incomprensible, y no soportabas las historias inconclusas. Sufrías de un insomnio terrible, y me saludabas cada mañana. Jamás me hubieses regalado flores, pero me conformé con que no lo hayas hecho con nadie. Ella quiere verte, dicen que tiene cosas importantes que decirte. Pero yo creo que no. Y sé que tú quisieses oírlas, pero yo creo que mejor escuchamos a Cortázar. Porque tú, a pesar de todo, me escuchas con paciencia cada día. Nunca sabré si estás dormido o es que en verdad te haces el sordo. Seguramente ellos me dirán que simplemente estás muerto. Ellos se equivocan. Ellos no saben nada. No tienen idea de lo que hay entre nosotros, y jamás podrían entenderlo. |