Finalmente regresé. Después de soles ardientes, después de tardes de hastío, después de noches con sábanas revueltas. Yo no quería volver, sabía lo que me esperaba cuando volviera, sabía que el ciclo volvería a empezar. No, qué digo empezar. Iba a seguir en el punto exacto en que fue dejado. Y así fue. Así fue.
Al principio creí haberme liberado de su presencia incómoda. Tenía miedo de sus llamados, de sentir nuevamente su voz. Esa voz melodiosa que podía desmoronar lo que con tanto trabajo reconstruí este verano. No, no. No podía permitir que me alejara de mis hijos, de mi marido, de mi familia, de mis amigos. No. No otra vez.
Pero soy tan débil, tan débil. ¿Cómo podía resistirme a sus vanas promesas, a sus fútiles y absurdos juramentos? Busqué llenar mi mente con ideas, diseñé caminos que me llevarían a desconectarme. Para no sentir su existencia. Para no sentir su vacío. Para no sentir. Pero no pude. Lo intenté, ¡lo intenté! Pero no pude.
Fue una tarde mientras peinaba a mi hija. Su voz se escuchaba débil, enferma, me hablaba muy despacio, casi en un suspiro. Después recuperé la compostura y dejé de escuchar. Pero esa no fue sino una pequeña derrota en su extensa guerra por cautivarme. De a poco, con pequeños llamados, lentos y deliberadamente tiernos al principio, urgentes, apremiantes, autoritarios al final. Todo se redujo a su voz, a sus llamados. Ella. Todo terminó siendo Ella.
Ella, susurrando mentiras en mis oídos, haciéndome estremecer con su aliento de invierno. Ella, seduciéndome con promesas vacías, con parlamentos imposibles de seguir. Ella, flotando a mi alrededor como un perfume persistente. Ella, con todo lo que implica perder. Ella, lamiendo con minuciosa paciencia mi piel, metiéndose dentro de mi sangre, atravesando barreras prohibidas, elevándome a regiones desconocidas. Ella, dejándome sola frente a la puerta de mi vida, llorando su ausencia y mordiendo mis manos para no gritar llamándola en la noche.
Ahora la veo acercarse a través de las manecillas del reloj, que me señalan con un rictus acusador. Y sé que todo está perdido. Y ahora que la tengo frente a mí, aunque sea en este baño de este bar, sé que puedo al fin descansar.
Ella entra como un adagio en mí, penetrándome imperturbable. Arde en mi interior, pero me ilumino sabiendo lo que en poco tiempo llegará. Por un momento veo la vida a través de una bruma gélida que estalla en una miríada de colores lacerantes, a medida que Ella bucea dentro de ángulos desconocidos de mi alma. Siento su lengua de fuego recorriendo mi interior, acelerando mis latidos, perlando mi piel de sudor que se hiela y se transfigura en pequeños cuchillos capaces de desgarrar mi cráneo en un único golpe. Mi corazón se desenfrena en pulsos locos, sin sentido y sin razón, al ritmo feroz del impulso que Ella les da.
Ella. La única capaz de despertarme del letargo y sacudirme las pestañas. Ella, la que me da náuseas con su presencia y me irrita con su ausencia. Ella.
Sonrío estúpidamente al sucio techo del baño, abandonándome por última vez. Ya no me importan los prejuicios. Ya no me importa toda esa gente de voces huecas que giraba a mi alrededor. Ni siquiera me importa mi dolor. El miedo me abandonó en la esquina junto a la mula que la puso en mis manos. Sólo me queda disfrutar de Ella, así, en esta dosis superlativa, que me dará la locura suficiente para quemar mi voluntad. Esta vez en forma total y definitiva.
Febrero 2003
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