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El calor de la siesta parecía tener vida propia, aplastándolo todo a fuerza de rayos de fuego, de aire tibio y espeso. Sanagasta dormía al reparo de la sombra fresca de sus paredes de adobe y techos altos. Sanagasta dormía, pero nosotros no. No esa vez. Eramos chicos y estábamos hartos de que la siesta fuera un reino inexplorado por imperio de almohadas y sábanas. Escaparnos de lo de mi tía por la ventanita del fondo, correr la acequia seca en el silencio absoluto de la hora, encontrarnos con Luisito en la vera de la finca de don Hilario, todo eso había sido cuestión de un minuto, dos a lo sumo. Y ahí estábamos los tres, mi primo Feni, su amigo Luis, y yo, el primo citadino, listos para desafiar el calor, el silencio y lo que fuere, en pos de la aventura. ¡Y qué mejor lugar para empezar que la inmensidad de la finca de don Hilario! Así, sin más preludios, nos metimos bajo la parra, en la que los yuyos habían crecido sin control alguno. Era una marea verde, que nos llegaba casi a la altura del pecho, cubierta por el techo que formaba la parra, a través de la cual la luz se tornasolaba, acariciando los racimos de uvas salvajes, tan grandes que parecían a punto de estallar. Allí la temperatura era otra, más fresca, ideal para regodearse recolectando uvas y darse una panzada ahí mismo, mientras surcábamos el mar de yuyos. Más tarde llegaría el turno de cruzarse a rapiñar los durazneros…
En eso estábamos cuando Luisito se quedó paralizado, los ojos bien abiertos y la cabeza de lado, tratando de escuchar algo.
“¿Qué es lo que es eso? ¿Escuchan?”, dijo Luis.
“Yo no oigo nada, chango. Para mí que…”, empezó Feni, pero el sonido lo cortó en seco. Un sonido que parecía llenarlo todo, como si viniera de todos y de ningún lugar. Algo que empezaba como un rumor grave, que iba creciendo en intensidad hasta transformarse en un ulular de otro mundo. No era el tipo de ruido que pudiera hacer un animal o un insecto, y mucho menos una persona. Nos quedamos quietos, formando un círculo, espalda contra espalda. Una extraña sensación de inmovilidad tensaba el aire, como si el tiempo se hubiera detenido. Pero no todo estaba quieto. A un par de metros de nosotros, algo se movió velozmente entre los yuyos, haciendo que se doblaran a su paso. Lo que fuera aquello, estaba trazando círculos a nuestro alrededor, cada vez más cerca, acechándonos. Ya no se escuchaba el siniestro ulular, pero en su luga, muy pero muy cerca, había ahora una respiración pesada, oscura. Súbitamente algo surgió de entre los yuyos. Era un indio. Tenía la misma estatura que nosotros y los yuyos le llegaban hasta la altura del pecho. Su rostro era muy extraño: era imposible definir si era un niño, un joven o un viejo. De todas maneras, nos quedamos un poco más tranquilos. Nos habíamos asustado de balde, al fin de cuentas era tan solo un indio. Un poco raro, pero un indio al fin. Entonces, sin decir ni una sola palabra, esbozó una mueca espantosa, era una sonrisa en la que estaba contenido todo el mal del universo. Dio un paso al frente, quedó frente a nosotros y pudimos verlo de cuerpo entero. Pudimos ver sus extrañas patas, terminadas en garras como de ave. Pudimos ver su larga cola cubierta de ásperas cerdas, que se retorcía como una serpiente. Cuando extendió hacia nosotros su mano enguantada, solo corrimos, partiendo en dos el silencio de la siesta sanagasteña con nuestros alaridos. Corrimos sin mirar atrás, corrimos hasta meternos debajo de nuestras camas, donde juramos por siempre jamás, que nunca volveríamos a salir a la hora de la siesta. Porque la siesta, desde entonces lo sabemos, la siesta no es de los changos. La siesta es del Mikilo.

Texto agregado el 27-03-2007, y leído por 225 visitantes. (0 votos)


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