Cuenta la historia que el oscuro y pequeño ser vagaba por la vida sin rumbo claro, caminaba vacilando los días con una introspección sospechosa. No se sabe aún cuáles eran sus propósitos, pero siempre fue distinta. Transitaba gustosa por lo ácido, se le vio nadar muchas veces por limonadas sin azúcar y en las ensaladas en más de alguna ocasión incursionó con éxito rotundo; la lechuga alisaba sus hojas para facilitarle el paso.
Era extraña, de naturaleza particular, adicta al café amargo y a las rarezas como salir en verano o primavera, acostarse tarde y levantarse temprano; dormir poco, vivir harto. Solitaria pero de abundantes conocidos, todos rarezas y de mundos undergrounds, locos y locas incomprendidos.
De una de sus tantas caminatas por el mundo, la pequeña se vio frente a frente con un extraño lugar, algo serio, silencioso y que tenía un montón de gavetas. Tiempo al tiempo y aprendió el secreto que guardaban aquellas repisas; un tesoro.
Tenía la pequeña humanidad una millonada de lingotes que brillaban antes sus ojos ciegos, ellos le daban el gozo de vivir el cosmos a plenitud. Cada una de las barras era un mundo que se mostraba como historieta, fábula, poema o cuento. Ella subía por las escaleras y penetraba el misterio de las hojas; trepando el cúmulo de tinta negra traducía los signos agrupados e iba leyendo la vida a medida que la suya avanzaba.
Así cuenta la historia, pero yo sólo sé que llegué a la biblioteca muy temprano en busca del libro aquel, y fue allí donde la descubrí, en medio de las páginas, franqueando las palabras. Lo curioso era que sobre las letras, el minúsculo ser, le dibujaba otro significado a la historia.
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