Viejos amigos
Ayer volvió de nuevo, y yo pensé por enésima vez si no podría Dios haberlo creado menos terco. A veces, llegaba a resultar irritante; pero en general aliviaba la monotonía y, no sabía bien por qué, al final le había cobrado afecto.
Llegó por el sendero, como de costumbre, con su azada al hombro, algo más encorvado que la última vez, y arrastrando un poco más los pies. Llevaba muchos años en ello. Vadeó el río, y estuvo a punto de perder pie. Cualquier día no podrá recuperar el equilibrio, y sus hijos tendrán que buscar su cuerpo río abajo.
Se acercó a mí igual que siempre, mirando a otra parte, como quien pasa por casualidad.
—Hola, Adán —le dije.
—Buenos días, Ángel. ¿Cómo va la vida?
—Psé... aburrida. ¿Mucho trabajo?
Sin responder, se sentó despaciosamente en una piedra, y apoyó la azada contra la jamba de la Puerta. Miró un poco a todos lados, y por fin se puso a observar la tierra entre sus pies.
—Sí, bastante. Con la lluvia que ha caído últimamente, está todo enfangado, y hay que limpiar bien los canales. Además, el tejado de casa tiene goteras.
—Pero tus hijos ya estarán bastante crecidos. Te echarán una buena mano, supongo.
Enarcó las cejas y se encogió de hombros.
—No lo creas. Abel está en la edad del pavo. Tiene crisis místicas, visiones... qué se yo. Está todo el día en la inopia, con su rebaño —se puso a rascar la tierra con los pies—. Caín me ayuda más. No es mal muchacho, pero ese carácter suyo le dará un disgusto, tarde o temprano.
—No será para tanto —traté de consolarle—. Cosas de la edad.
Durante un largo minuto, nos quedamos sin saber de qué hablar. Adán se escarbaba las uñas con un palito. Yo hacía dibujos con la espada en el suelo, líneas negras en la tierra rojiza.
—Podríamos decir que ha pasado un ángel —comenté, para romper el hielo—, pero sería un poco idiota, ¿no?
Soltó la ramita, me miró y convino:
—Pues sí, la verdad.
Y ambos nos echamos a reír. Luego proseguimos la conversación con más preguntas convencionales.
—¿Cómo está Eva? Hace años que no la veo. Imagino que tan guapa como siempre.
Volvió a sonreír, y se le iluminaron los ojos.
—Sí, vaya. Se conserva bastante bien, aunque algo achacosa. El reuma, ya sabes.
—Claro, ya sé —mentí yo.
—Dice que ya no está para acompañarme en estas excursiones. Pero no se si será del todo cierto.
—Ella siempre se lo tomó con más resignación que tú —le recordé.
—Tal vez porque no estuvo tanto tiempo como yo —y continuó, muy deprisa, como si temiera que yo fuese a interrumpirle—: Oye, ¿cómo están las cosas por allí dentro?
“Maldita sea —pensé—, ya vuelve a salir”. Intenté hacerme el tonto. No lo logré demasiado.
—¿Por dónde, dices?
Se azoró un poco, pero no desistió.
—En el Jardín, hombre.
Me enfurecí. Era cruel para los dos; para mí, que jamás podría dejarle entrar, y para él, que nunca dejaría de intentarlo. O al menos, eso creía yo. Desde el día de la Expulsión —y de eso hacía mucho tiempo, en términos humanos—, había venido una y otra vez, incansable, suplicándome que tan sólo le dejara echar un vistazo; intentando colarse de mil maneras, intentando engañarme... incluso una vez trató de pelear conmigo. No le hice mucho daño, lo justo para que desistiera un par de meses. Pero volvió a la carga. Es muy duro negarle algo a un amigo, siempre, sin esperanza.
Blandí la espada, casi por instinto.
—No, no —se apresuró a decir, agitando las manos; y su expresión era mansa, sin ese destello desafiante de otras veces—. No tienes que ponerte así. No voy a hacer nada. Estoy harto.
Me sentí sorprendido y, tal vez, un poco decepcionado. Bajé la espada, que chamuscó la hierba del umbral con un chisporroteo.
—¿Cómo que estás harto...? ¿Qué significa “harto”?
Se incorporó y comenzó a dar pequeños paseos, con las manos a la espalda.
—Me estoy haciendo viejo; estoy cansado. Y, ¿para qué engañarme más? Igual me daría cavar en el mar que intentar convencerte.
—Ya sabes que yo cumplo órdenes y...
—Lo sé, lo sé. Es tu trabajo. Mira, cada vez me cuesta más ponerte en estos apuros. Eres un buen ángel y un buen amigo, y no te lo mereces.
—Caray, Adán... gracias.
—De nada. Te seré sincero —prosiguió, abriendo los brazos—: Eva aún se conserva de buen ver, para sus años. Y eso de labrar la tierra y verla dar fruto, y los hijos, y todo lo demás... tiene su encanto.
Miró al cielo. No faltaba mucho para el mediodía.
—Bueno, debo irme. Eva tendrá casi lista la comida, y no le gusta que se enfríe. Hasta la vista, Ángel.
Recogió su azada y se fue por donde había venido. Durante un minuto le vi alejarse, intentando comprender la naturaleza humana. De pronto, por un impulso, grité:
—¡Adán! —estaba ya lejos, pero los ángeles tenemos buena voz. Se detuvo y se volvió hacia mí.
—¡El Jardín está magnífico! —dije entonces—. ¡Todo verde y lleno de flores!
Sonrió y agitó la mano. Luego entró en el vado, chapoteando.
FIN
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