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“La enseñanza y la evaluación de los otros son al mismo tiempo la enseñanza y valoración de nosotros mismos.” Comienzo el ensayo con esta frase del libro de Marchesi con la cual quiero empezar a dar forma, denotación y connotación a las palabras que tratarán de defender mi postura respecto al tema del cual trata el libro: los malos alumnos.
El propósito de comenzar con la frase anterior es defender, desde un principio, la perspectiva de que la enseñanza no puede ser algo ajeno a nuestra forma de pensar el mundo, de nuestra cultura, ni de nuestros valores. Nuestras opciones personales transgreden el conocimiento que alcanzamos, conocimiento obtenido, a su vez, en el marco de nuestros intereses. Regulamos nuestra vida y la de los demás a partir de nuestra hipótesis de lo que es vivir, no a partir de lo que en realidad es vivir. Traigo a colación otra frase, para mí más interesante, si cabe, que la anterior: “no hay palabra escrita para la mente de Dios”, o lo que es lo mismo, todo enunciado, palabra o demostración (por ejemplo, qué queremos conseguir con la escuela) es interesada e intenta provocar un efecto.
A mi modo de entender, no podemos decir nada neutro, imparcial, objetivo, aséptico, o cualquier otro adjetivo similar, sobre un tema tan importante y culturalmente sesgado (como la herramienta más potente que tiene la sociedad para influir en sus integrantes) como es la escuela. Cualquier conocimiento extraído de una serie de datos obtenidos por un determinado procedimiento en una determinada disciplina, como lo es la psicología de la educación, no es un hecho es una opción.
Para algunos, pensar científicamente la educación es absurdo, pues sería como intentar objetivar el arte: “la educación es el arte de la vida”. En mi caso es distinto. No lo entiendo como absurdo, pero sí entiendo que debemos abordarlo con mucho más cuidado, mimar mucho más las investigaciones y ser conscientes de lo que esto implica para ver las direcciones que queremos tomar.
La primera pregunta que puedo empezar contestando es la que viene explícita en el objetivo de esta práctica: ¿qué he aprendido? La respuesta es: mucho. Y no es un simple cumplido. Aprendo porque cambio, y cambio porque comprendo. No es el contenido del libro, de forma directa, lo que me ha hecho aprender, sino la reflexión que ha surgido de la lectura del propio libro. Pero no ha sido un cambio cualitativo, ni siquiera algo muy significativo. Ha sido algo más sutil, un ligero cambio de matiz que me ha aliviado en parte. Es posible que siga sin comprender muchas cosas, pero entiendo mucho mejor por qué me cuesta tanto hacerlo.
Sin cambiar de tema, pero centrándome más en el contenido del libro, empezaré comentando algunos aspectos del mismo que me han llamado la atención, bien porque no comparto la misma idea que el autor, bien porque los argumentos me parecieron algo más que correctos. El primero de ellos es el modelo “multinivel”, como lo llama Marchesi, que se expone como propuesta para dar cuenta de la etiología de los denominados malos alumnos. La creencia de que no existe una única causa para la explicación de este fenómeno es muy cierta, pero se trata de buscar aquellas variables, factores o aspectos de la realidad de estos alumnos que tengan un peso más relevante y logren explicar en mayor cantidad el fracaso escolar, de cara, sobretodo, a la intervención terciaria. El autor del libro se queda ahí, señalando como punto más cercano a este respecto la motivación del alumno. Nunca (y enfatizo el nunca) debemos tratar de comprender el efecto de las vv por separado, puesto que éstas interactúan unas con otras potenciando, minimizando o anulando su efecto. No es correcto, por ejemplo, decir que el nivel socioeconómico es un buen predictor del fracaso escolar ya que hay muchas formas de bajo nivel socioeconómico: familias sin recursos con redes familiares más extensas que pueden ayudar, familias con trabajo estable pero escaso sueldo, familias con posibilidad de acceso a ayudas o subvenciones estatales, familias sin esa posibilidad, familias poco pudientes que viven en un barrio con un buen colegio, familias un poco más pudientes con un colegio donde el número de alumnos problemáticos es alto, familias separadas donde uno de los progenitores tiene recursos y el otro no, familias separadas donde ambos carecen de sueldo suficiente y un muy largo etcétera, donde no incluyo las características personales del niño, la relación con los amigos y la familia, y otro mucho más largo etcétera. No es sólo que ideológicamente no defienda esta idea, sino que metodológicamente está mal tratada.
Sí defiendo, como el autor del libro, que la motivación es un aspecto muy relevante y que da cuenta, en mayor medida que lo pueden hacer otras variables o constructos, de las causas del fracaso escolar. Sin embargo, la puesta en práctica de las intervenciones es efímera porque no tenemos en cuenta algo muy importante que impide que la situación de estos alumnos cambie. Vamos por partes: por un lado, es necesario motivar al alumnado sometiéndole, por ejemplo, a experiencias de éxito escolar que valoren y reconozcan su esfuerzo, pero por otro se pide de forma inmediata que esa motivación se ponga al servicio de la consecución de un determinado objetivo, un objetivo estándar que nada tiene que ver con el interés ganado por el alumno. Provocamos, de esta forma, el abandono de estos chicos que han empezado a tener gusto por lo que hacen y volvemos a pedirles que, en realidad, lo que queríamos era que obtuvieran, al menos, el aprobado : les estamos cambiando de nuevo la meta, y con ello la dirección y el incentivo que guiaba su nueva conducta. No hay remedio. Mientas no cambiemos las metas los inconformes, los menos capaces o los menos motivados seguirán perteneciendo al grupo de los malos alumnos. Según Alonso Tapia, las metas que se persiguen, las expectativas de conseguirlas y el costo percibido para su consecución son las tres patas del trípode que sostiene el esfuerzo. De ahí la importancia de las metas impuestas.
Para Marchesi, existen tres tipos de malos alumnos: los desmotivados, los de conducta problemática y los de problemática emocional. Para los alumnos desmotivados propongo, además de los ya mencionados cambios en la meta, una opción que se comenta en el libro y con la que estoy muy de acuerdo: el aumento de la participación de los alumnos en el funcionamiento del centro y las asignaturas (aumentan la sensación de control de los chicos y la implicación con el centro, lo que repercute en la satisfacción y el bienestar de los alumnos). El que los alumnos participen, por ejemplo, en la creación de las normas escolares ayuda a que se sientan más valorados y a que comprendan mejor la necesidad y el significado de dichas normas.
Para los alumnos con problemas de conducta se propone también algo muy interesante: los contratos con los alumnos. La idea es acordar con el alumno una serie de comportamientos que se refuerzan o castigan en función de refuerzos o castigos también previamente pactados: el que avisa no es traidor. Este contrato exige de supervisión y de ajuste a las posibilidades y necesidades del alumno. Es un contrato idiosincrásico. A esta medida hay que añadirle la necesidad de hacer al chico reflexionar, primero sobre la necesidad y sentido de realizar este pacto, y segundo sobre su propio aprendizaje.
Respecto a los alumnos con problemas emocionales destacar algo que se hace mucho en los libros de psicología, y no sólo en los de divulgación: hacer propuestas estériles, cubiertas de palabrería y difíciles de traducir a movimientos prácticos de intervención. El autor propone como una posible solución al problema de estos alumnos el desarrollo de un “ambiente emocional alfabetizado”. Bueno. Alguna de las aplicaciones de este término son: 1) “desarrollar un lenguaje que ponga en palabras los sentimientos que tienen”, 2) “encontrar un espacio para descubrir sus propios sentimientos y cómo éstos mismos son configurados por las situaciones en que ellos mismos se encuentran”, 3) “integrar en forma de una narrativa personal todas las cosas que aprenden sobre ellos mismos, lo que les va a permitir experimentar su vida como significativa y valiosa”. Particularmente, no sólo me cuesta saber a qué se refiere exactamente cuando hace estas proposiciones, sino que me cuesta, una vez he creído comprenderlo, cómo usar esta información para la mejora de la escolarización de estos chicos. Entiendo que no sea un libro de formación para la intervención, pero ésta no es ya una crítica particular sino general a los autores que se dedican a teorizar sobre la educación. No sólo debemos, a mi parecer, dedicarnos a un nivel de análisis, la planificación y la intervención deben estar presentes pues nos ayudan, al menos, a poner los pies en el suelo. No había nada más absurdo para Aristóteles que saber en qué consisten las cosas pero no saber cómo ponerlas en práctica.
Antes de hablar de los profesores, me carece crucial tratar el tema de los iguales en la escuela y la gran influencia recíproca (y diferencial) que unos compañeros tienen sobre otros. Hay que tener presente que los alumnos van elaborando su forma de convivir y su identidad personal a través de las normas que rigen sus relaciones mutuas: “la aceptación del abuso de unos alumnos hacia otros, la jerarquía que existe en el grupo, los diferentes tipos de liderazgo, los componentes del grupo de amigos, la marginación de determinados alumnos, el control de la comunicación con los profesores, etc.” Existe toda una cultura del alumnado, aparentemente alejada de la influencia del profesorado y de las familias que opera con gran fuerza en nuestros futuros contribuyentes. Me parece muy curioso que aún aceptando la idea de la gran influencia de los pares sólo se le preste atención, o se le dé la importancia que se merece, cuando aparecen en los niños comportamientos anómalos, tengan problemas de conducta o no cumplan los objetivos que les imponemos, y no reparemos en ello para explicar su buen funcionamiento y ajuste a la escuela. Como si esta relación sirviese sólo para explicar lo anormal.
Hasta donde llega mi conocimiento, y mi sensación al respecto, el nivel grupal se ha estudiado muy poco. Hay mucho que decir sobre los profesores, las normas del centro, los objetivos educativos, etc., pero muy poco se ha dicho sobre la subcultura de los alumnos. Es la dinámica entre ellos la que determina, en gran medida, los roles que cada cual adopta dentro del marco escolar. La escuela pretende ser un guía, sin embargo, funciona en mayor medida como escenario que crea relaciones, como caldo de cultivo de una dinámica más determinante que la propia acción formal destinada a metas estándares que propone la escuela. Esta “cultura del alumnado” se da en todos los centros de todas las ciudades españolas y en todas las escuelas de todas las ciudades de todos los países occidentales, de forma independiente a las normas, profesores o nivel económico de las escuelas, no así al macrosistema donde se ubique el marco escolar. Me explico: se llama subcultura porque está inmerso, configurada e influida por la cultura en la cual se sitúa pero esta subcultura existe siempre, y siempre tiene una similar importancia, en cualquier lugar que proponga como escenario educativo un sistema escolar similar al que nosotros conocemos. La tendencia económica y política hacia la globalización asemeja cada vez más nuestra configuración educativa a la de otros países europeos y a otros estados americanos, y los estudios que apuntan en esta línea reclaman de forma creciente la necesidad de tener en cuenta estas tempranas relaciones sociales. Si defendemos la idea de que el hombre es, y se debe, a su carácter predominantemente social este punto no se nos debe escapar.
Desde mi punto de vista, la educación en la escuela ha de estar mayoritariamente basada (al menos en la primaria y gran parte de la secundaria) en las relaciones interpersonales entre alumnos y alumnos, profesores y alumnos y profesores y profesores. La escuela ha de ser un escenario de relaciones sociales en las cuales se transmitan valores y no como una institución de instrucción formal cuyo objetivo o meta principal es que los alumnos obtengan un determinado rendimiento. Con esto no le quito importancia al carácter instructivo que debe poseer la escuela, pero me parece que es éste segundo quien se está apoderando de nuestro sistema educativo y que está actuando como filtro selectivo con fines principalmente productivos. Así es cada vez más inevitable el aumento de la brecha de la desigualdad intelectual, social y política.
Un tema con el cual debato conmigo mismo versa sobre hasta qué punto es lícito el obligar a estudiar a nuestros ciudadanos. Comprendo, y muy bien, la enorme importancia de la educación para hacernos más iguales en términos de oportunidades, pero también soy consciente del tremendo poder que tiene para segregar y para etiquetar a la gente, siendo también una gran fuente de desigualdades. Pero más difícil que pensar sobre el problema de la educación y del de los malos alumnos, es el hecho de mirar a la cara a un chico que no quiere (seguramente porque no puede) ir a la escuela e intentar intervenir (ya no sé si manipular) para que acuda, teniendo en cuenta que tiene que preocuparse para sobrevivir en un barrio donde lo principal es ganarse el pan de cada día y saber sobrevivir en un lugar donde la inocencia a los 12 años ni siquiera existe. O decirle a una madre que tiene que sacrificar su vida y renunciar a ella misma para poder mandar a sus hijos a la escuela, sin la más mínima garantía de que su hijo, que comprende la situación, vaya a pasar el filtro y aspire a que la sociedad le trate con más respeto. Más me inquieta plantearme el hecho de decir a la gente, no como no ha de educar a sus hijos, sino cómo ha de hacerlo. No puedo permitir el maltrato en ninguna de sus formas, pero tampoco me considero legítimo, ni se considero a nadie, con el poder suficiente como para no sólo marcar cauces sino para imponer direcciones, que es donde veo que nos lleva esta psicología de lo educativo, teniendo en cuenta además lo que dije en la primera página. Pero no quiero hacer de estas inseguridades mías el tema principal de este ensayo.
Respecto a los profesores, me parece importantísima su formación interpersonal. Existen muy buenos profesionales que conocen a fondo su materia pero fallan en la transmisión de la misma. Y no sólo porque no sepan, por ejemplo, didáctica de las matemáticas, sino porque no saben transmitir el significado de lo que están haciendo. Son profesionales en sentido en que viven por eso y de eso, pero no viven para eso. Particularmente, y desde la perspectiva motivacional que se defendía más arriba, es vital que los profesores hagan de su meta la transmisión de esos valores y no tanto de cumplir o no un determinado temario. Como en la guerra, no se necesitan tanto soldados altamente cualificados como concienciados en la defensa de su país. Lo mismo ocurre con los profesores: es muy difícil instruir a un niño, sobretodo si es pequeño, en el gusto por el aprendizaje, en que comprenda las repercusiones de la educación, pero es mucho más sencillo si esta transmisión es implícita, continua, si el profesor hace de eso una dinámica estable de interacción, si configura sus relaciones con el alumnado y con los demás profesores de ese modo, si está atravesado por sus creencias. “La peor manera de convencer a alguien es intentarlo” dice Joseph Redón en su libro “Filosofía de la felicidad”. Es llamativo el hecho de que los alumnos que no continúan estudiando no achaquen este hecho a sus compañeros, ni a su familia; ellos encuentran la causa en que no se esforzaron porque nunca llegaron a conectar con el profesor, nunca llegó a transmitirles nada: “es aburrido estudiar. Se entiende fácil. Yo creo que los profes entienden que es aburrido. No creo que se divirtieran cuando estudiaban. Un buen profesor es el que enseña bien. Pero algunos profesores están locos, dicen unas cosas que no hay quien las haga, ni quien las entienda” (alumno de 3º de la ESO, extraído de Marchesi 2004).
Sin embargo, y a pesar de los problemas que planteamos es cierto que cada vez los alumnos salen mejor preparados, más conscientes y con más conocimientos de lo que salían antes y que es posible que las dificultades ahora sean mayores por la mayor importancia y necesidad de la escuela que tiene la sociedad hoy día. Sin embargo, se me ocurre que es posible el hecho de que estemos agotando la estructura escolar vigente, su dinámica. Una estructura anticuada y poco adaptada a los tiempos que corren. Según Marchesi, “las escuelas eran instituciones que debían asegurar la transmisión a las nuevas generaciones de los conocimientos y valores culturales y científicos acumulados por la sociedad, sin embargo, cada vez más la escuela recibe el mandato de ser un instrumento (yo prefiero la palabra lugar) para cuidar del desarrollo de sus alumnos y contribuir a la satisfacción de sus necesidades subjetivas, a su bienestar y a la regulación de su comportamiento moral.” Aunque esta definición de las nuevas demandas sea un tanto difusa comparto la idea de que somos cada vez más conscientes de que el objetivo primario no es la instrucción sino la transmisión de valores y la reflexión de nuestros alumnos. En mi opinión, quizá la escuela como está hoy día pueda soportar un peso mayor y seguir algún tiempo por el mismo camino que lleva, pero las vigas de la educación formal sobre las que se asienta su estructura puede que no estén preparadas para soportarlo y las grietas que surjan sean cada vez mayores. Puede también que parcheemos esas grietas y que vayamos tirando mientras, pero por ese camino es posible que algún día debamos derribar esa estructura y levantar otra. Otra posibilidad es comenzar a plantearnos la seguridad y la viabilidad de los pilares educativos existentes e irlos modificando y afianzando paulatinamente para, ni tener que empezar de cero, ni tener que cambiar los pilares básicos de la educación.
Sobre el tema de la familia no voy a dedicarle más tiempo e importancia de la que los teóricos de la educación actuales le otorgan, no obstante, sí que voy a señalar un aspecto importante que me parece no se tiene mucho en cuenta y que muy pocas veces se repara en ello en este tipo de libros. Es la idea de que con el funcionamiento anormal de los hijos en la escuela los padres ponen todos los recursos atencionales en sus hijos, algo que no suele ocurrir cuando éstos van bien. Es que si los niños no existieran (exagerando la afirmación) hasta que no comenzaran a dar problemas. Esto, aunque con una buena intención por parte de los padres, resulta contraproducente a largo plazo. No digo que no haya que prestar atención a los problemas de los niños sino que esta atención ha de estar presente siempre, incluso con más motivo cuando las cosas funcionan bien. Las teorías del aprendizaje señalan que uno de los mayores refuerzos que se le puede ofrecer a cualquier persona, no sólo un niño, es la atención. Conseguir tener toda la atención necesaria por parte de mis padres y de mis profesores, y además que éstos me lleguen a tratar como un igual cuando se ponen a razonar conmigo al haber hecho algo mal, es muy agradable para mí, tanto que no me importa repetirlo si además tengo en cuenta o poco beneficioso (y lo mal que lo hacen algunos profesores) que resulta a corto plazo estar en al escuela. Como decía Riviere, no es sorprendente que el 25% de los alumnos no termine la escuela sino que en un sistema educativo como el actual el 75% de los estudiantes sí obtenga el graduado escolar.

Texto agregado el 27-03-2007, y leído por 136 visitantes. (0 votos)


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