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Aulló de dolor al tiempo que se inclinó a escudriñar por debajo de la mesa, esperando encontrar una víbora de cascabel colmilleando el pie descalzo que momentos antes había estirado fiel a su costumbre de sentarse a la mesa del almuerzo disfrutando de la frescura de las baldosas.
Le gustaba regresar de la pileta en bicicleta, darse una ducha rápida y sentarse a almorzar en remera y pantalones cortos, conversando y comiendo en abundancia, en la mesa grande del comedor, honor reservado para los adultos y los sobrinos mayores.
El escenario era una de esas casas coloniales amplias, techos altos, carpintería de madera en color verde inglés, vacías en invierno y llenas en verano. Era nuestro lugar de reunión, una reunión añorada a lo largo del año por todos los primos, tíos y abuelos de la rama materna, que nos juntábamos cada verano a disfrutar de partidos de fútbol, bicicleteadas, tardes de río, guitarreadas y juegos de cartas que con frecuencia se prolongaban toda la noche.

Habíamos pasado la mañana en la pileta, un balneario de río, encajonado entre paredes de ladrillo y piedra, con cascadas de entrada y salida, grandes extensiones de pasto y plátanos en las cercanías, y una sensación de tranquilidad y bienestar perpetuas.
Relajado y feliz por la marcha de sus vacaciones, Santiago, el hermano menor de mi mamá, gozaba realizando todas aquellas actividades que su Buenos Aires natal, no le permitía, jaqueado por el cemento y el malhumor de sus habitantes. Totoral, en contraste, era un paraíso de calles de tierra, calor, tranquilidad, excitación, río y cerro. Era la pureza del aire que sólo se aprecia después de un instante de asfixia.
En el marco de ese pacífico transcurrir de las horas veraniegas, mi tío explotaba a menudo de felicidad, liberando un arsenal de costumbres tachadas de insalubres por el resto de mi familia, que sin embargo, generaban en él, una sensación de placer inconmensurable, tornándose muy habitual escucharlo entonar aleluias y osanas por todos los rincones de la casa.
Como compañero de habitación de este cristiano de hábitos poco higiénicos, cargué con la cruz de soportar estoicamente todas sus manías, superando en tales circunstancias las más exigentes normas de supervivencia. Bástele al distinguido lector saber, que endurecí mi temple a fuerza de respirar nauseabundas oleadas que despedían sus zapatillas y medias empapadas de transpiración, colocadas estratégicamente en la cabecera de mi cama, curtí mi pellejo capeando temporales de flatulencias emanadas de su litera maloliente, borrascas que pude vencer, teniendo como timón las enseñanzas de mis padres, que me educaron en el respeto a los mayores... (aún cuando precisamente esos mayores no mostraran respeto alguno por mis derechos de niño).
De profundas inquietudes espirituales, Santiago había leído parvas de libros de teología, búsqueda interior y autoayuda, llegando en su interés a un tris de convertirse en un monje de clausura , de esos que se levantan a las cuatro de la madrugada para rezar por horas y después trabajar en huertas o carpinterías. Las razones de la no concreción de este sueño nunca llegaron a ser develadas, aunque rumores malintencionados se filtraron desafiando la solidez monacal y dejando trascender, que el gusto por las mujeres hizo más fuerza en el espíritu de mi tío que la proyección de verse en la celda de un monasterio entre cánticos sacros y costumbres de asceta.
Dicen que el hábito no hace al monje, pero si el análisis de las características físicas de Santiago hubiera sido el único ítem a tener en cuenta para su admisión en la orden de los trapenses, tendríamos en este momento en nuestra familia, a un religioso de un metro noventa, barba y bigotes tupidos, frente ancha y sonrisa contagiosa, acompañada frecuentemente por carcajadas profundas y guturales.
Retomando el hilo de este dolor lacerante que Santiago sintió de improviso en la carne de su pie, debo admitir que la sorpresa y el miedo experimentados por todos los que nos hallábamos sentados a la mesa ese mediodía, tuvieron un efecto paralizante. Figúrese usted, mi amigo, tener frente a sí, a un individuo que con el tenedor a medio camino entre el plato y su boca ya abierta y dispuesta a engullir el bocado, estalla en un alarido desgarrador, con los ojos desorbitados, la cara bordó y los pelos de punta.
Tiró la silla para atrás en un movimiento reflejo, y espió por debajo de la mesa para reconocer a su agresor. Una transformación espontánea se apreció en sus gestos; crispado por una ira incontenible, lo vimos salir corriendo a grandes zancadas por la galería rumbo a la escalera de piedra, persiguiendo a un cuzco blanco con manchas marrones y negras en desorden.
Percatado del craso error cometido, Manchón, el fox terrier de la casa, corría enloquecido con cara de velocidad aérea y las orejas tiradas para atrás, procurando escapar del gigante que se le acercaba profiriendo expresiones impropias para un semi monje.

En el afán por no perdernos los últimos detalles de la escena que expiraba con final incierto, nos asomamos todos a la puerta del comedor, desde la que fuimos testigos de imágenes bastante similares en su contenido y dramatismo, a las que tienen lugar en un predio de caza. Faltaba tan sólo un par de metros para que Manchón culminara su huida por la galería, cuando ya próximo a la escalera desde la que se extendía el parque, fue embocado en sus cuartos traseros por un certero patadón de su perseguidor, que lo hizo flamear obviando todos los escalones y aterrizar de costado entre un paraíso de tronco descascarado y un piletón de cemento, con un quejido sordo y resentido.
Todo maltrecho pero consciente de que el castigo recién comenzaba, no perdió tiempo en dramatizar el dolor que sentía y apresuró su escape, zigzagueando entre siempreverdes y retoños de palmera hasta que sorteó de un salto la acequia y se perdió en el yuyaje de la otra orilla, dejando a sus dueños sumidos en una pesadilla de la que recién emergieron cuatro días más tarde.
Lo que siguió fue una muestra más de la fragilidad de las relaciones humanas y de la facilidad con que algunos hechos pueden destrozar la precariedad de tales lazos. El episodio del mordiscón y su posterior castigo, dividió a los habitantes de la casa en dos facciones prácticamente irreconciliables por la dureza de sus posiciones y la subjetividad de las ópticas con las que juzgaron los acontecimientos reseñados.
Por un lado se aglutinaban los “ecologistas” que defendían los derechos del animal pateado, sosteniendo que el perro no había hecho más que reaccionar como cualquier animalito de Dios que ve interrumpida su siesta por un penetrante olor a patas. En tanto que los “humanistas”, pregonaban la supremacía del hombre sobre el perro (y el resto de los animales), merced en este caso en particular, a lo inadecuado del sitio que Manchón había elegido para echarse un sueñito.
La tormenta emocional recién evidenció señales de aflojar cuando días después, el fiero mordedor, hizo su rentrée en el ámbito familiar, diluyendo con su presencia embarrada, algunas dudas tenebrosas que habían hecho temer por su vida. El diálogo fue restablecido y el aire enrarecido recobró su limpidez, pero ya el verano había sido “manchado” y habría que esperar hasta la temporada siguiente para que los ánimos se calmaran y la efervescencia hostil diera paso a la camaradería de siempre.

Texto agregado el 27-03-2007, y leído por 235 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
03-06-2007 JAJA QUE BUENO denoserlunes
18-05-2007 excelente, buen toque de humor, buen manejo de climas y tiempo, y descripciones al borde de la carcajada. marfunebrero
11-05-2007 ay jajajajaj no paro de reirme, lo dich tu descriptiva es muy buena, instala al lector en la situación..jajaj...creo que yo sería ecologista eh? jajajajajajja muy bueno! luzyalegria
28-03-2007 Divertido acontecimiento ja ja ja, muy bien narrado. Un saludo de SOL-O-LUNA
 
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