“Y pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre su simiente y la simiente suya; este te herirá en la cabeza, y tu le herirás en el calcañar”. (Génesis.3:15).
Toda mi vida estuvo marcada por el odio, mi sola presencia repugnaba y cuando reptaba sentía clavada en mi piel mil ojos como aguijones, deseándome la muerte.
Llevaba en mi cuerpo el símbolo de Satanás y si durante siglos ese había sido mi apellido, no podía ni renegar de él ni cambiar mis escamas y mis ojos sin párpados por las ligeras alas de un pájaro y volar por encima de los campos.
Y por ponerse a pedir o a soñar, también me hubiera gustado flotar como los cisnes y oler como las flores.
Nunca me gustó mi cuerpo, y aunque no tenía oídos como otros animales percibía sonidos de baja frecuencia que traía el aire y a veces me llegaban palabras y eran tan desagradables que para no escucharlas, prefería pasarme horas durmiendo.
Porque yo no gozaba de libertad, claro que no, estaba viviendo entre cristales, en un espacio tan reducido que tenía que enrollarme más de lo normal. Tampoco podía moverme, ni tan siquiera sentir el calor del sol, que tanto me gustaba, y al que estaba acostumbrada cuando vivía en mi país, porque yo nací en México, concretamente en el estado de Veracruz y desde allí viaje en una caja a otro país muy lejos del mío. Y todo para estar metida en esa urna que odiaba con todas mis fuerzas y que mostraba la desnudez de mi alma. Porque a mi no me gustaba cambiar mi piel delante de nadie y sin embargo tenía que hacerlo. Ahora ya ni abrían la parte superior del cristal para darme de comer como hacían antes.
Y yo intuía el motivo, había mordido. Si, de acuerdo, no debía de haberlo hecho, pero cuando aquel muchacho de tez oscura y grandes ojos empezó a molestarme con un palo mientras sus acompañantes reían, no pude aguantarme y cuando acercó más de lo debido su mano, le enganché y le clavé mis afilados colmillos con ira. El se llevó todo el odio que almacenaba en mi corazón porque me habían arrancado el futuro para venderme como cualquier especia. Sentí como el veneno salía dentro de mí y como su mano empezaba a sangrar y a hincharse.
Rápidamente, alguien apartó al chico y mientras cerraban el cristal de mi urna con fuerza, me pareció escuchar el sonido de una sirena, si , era el de una ambulancia.
Yo sabía que le bajaría la tensión, que su respiración empezaría a fallar y también en el peor de los casos como le causaría un sangrado gastrointestinal y moriría, pero me daba igual... Ya todo me daba igual.
Tan sólo se que yo seguí durante mucho tiempo en aquella tienda y dentro de aquellos cristales, pero aquel chico de tez oscura y grandes ojos, jamás regresó.
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