Era un bicho palo. Alguna vez fue bicho, pero de eso hacía mucho tiempo, ahora era, sobre todo, palo, un astillado palo de tórax vibrante, de tórax vivo. Tumbado ante aquel sol mimético y mimetizante, alimentándose incesantemente de imperceptibles pedazos de enredadera estrangulante, dejándose estar, era un día más...

Un ruido sordo, un sol apagado, una oscuridad, un frío, una presión en su cuerpo, un vuelco del corazón. Fue así que el bicho palo cobró mística conciencia de si mismo.

Supo que si tuviera memoria recordaría que su madre tuvo que huir, que esconderse de depredadores. Que su abuela pasó hambre alejada de las hojas de hiedra. Que su bisabuela debía buscar machos para reproducirse. Que su tatarabuela no era más que una débil y blanda masa viscosa. La evolución, la cruel evolución que le quitaba la vida quitándole la posibilidad de morir.

Supo que si pudiera sentir percibiría que el tiempo pasa despacio cuando no cambia el espacio, que en lo largo de su día la Tierra no llega a girar y que aun tendría largos años de Tierra giratoria y mismo árbol, mismo marrón, misma hiedra.

Supo que si pudiera huir no llegaría a más lugar que a otro grueso tronco lleno de insectos inmóviles y no haría otra cosa que recrearse en su readquirida quietud.

Supo que si pudiera saber conocería lo contingente e innecesario de su vida.

Supo que si pudiera morir moriría.

Miró a su alrededor y descubrió un aletear de ruido sordo, un ave que tapaba el sol, un pico que le oprimía el cuerpo y un vuelo que lo volcaba y lo llevaba lejos. Terminó su viaje en lo alto de un haya, rodeado de ramas, de bichos palo y de plumas. Terminó su viaje empollando huevos.