El piano que tocaba se rindió por fin. Tersas lágrimas caían de lleno sobre su almohada, era inciertamente una tristeza vaga, que en proporciones bidimensionales arrastraba su esperanza. Las notas salidas de ella que eran para nadie, ciertamente eran para alguien. El secreto jamás saldría del cuarto de hotel de paupérrimas medidas donde ella, la pianista, le entrego todo a él, su partitura, su vida, su música. Ella sentada en su banquillo frente a sus sueños destrozados, lágrimas silenciosas mojaban sus muslos; esos muslos que aun temblaban del recuerdo de ese arranque de lujuria desenfrenada, temblaban ellos, vibraban, como nunca mas vibrarían las cuerdas de su piano. Él se acercaba despacio, siempre impasible, e inexistente, invisible para la mayoría menos para ella. Una mano en su hombro, sus poros se estremecen, sus pezones se aprietan contra su blusa de seda. “Cariño” se atreve a decir. El sabe de su desgracia, del desencanto de la soledad, de la mordaz desesperanza de la muerte cercana y además sabe de mí. Ahora que reflexiono, recuerdo la primera vez que la vi dormir. Estaba tan indefensa, incluso cómica; emulaba la muerte de una suerte tan real que me pareció que era una estatua, corregir mis errores al rozar su labios con los míos y descubrir el calor y rubor mas vivo que un ahínco por descubrir un horizonte nuevo de la suspicacia del amar, sin tocar. El la sostuvo a su altura mientras el verduguillo entraba una y otra vez. 53 veces a ella, 60 a mi, supongo ahora que el aliento vital me abandona, que era parte de su pensamiento que la culpa residía en mi, llega el momento donde sabes que vas a morir, apuestas todo, y que te lleve el diablo, porque de seguro eso es lo que va a pasar; la conciencia del todo. Y ahora el frio y la sucia muerte, me baña y así es como la recuerdo; placida , durmiendo, imitando a la muerte.