MUJERES EN EL PASEO AHUMADA
Cuando irrumpen mis crisis y me asaltan mis atávicos retorcijones existenciales, ya no corro al siquiatra, sino simplemente, me las endilgo para el Paseo Ahumada, confundiéndome con la multitud. Cuestión de armarse de paciencia. Allí siempre suceden historias de ida y vuelta, distantes de toda solemnidad.
Este mediodía, por ejemplo, reparo en estas dueñas que pasan disonantes y sorpresivas, con un lejano olor a océano y un azul añil, tiñendo todo el paisaje. Transitan estas otras, medio melancólicas con sueños pendientes, llevando todo el universo en sus pupilas. Diviso a una radiante, como recién salida del closet, seguramente viene de visitar a su amante. Y en un descuido, descubro su argolla en su delicada espesura. Hay una que se sienta a mi lado, locamente herida, es madura, se ha peleado a muerte con alguien y se desmorona, como las torres. Un trozo de vida ha terminado. Y nosotros dale con la misma cantinela, de que en Chile no llora nadie porque hay puros corazones. Me contempla, pero yo no hablo con desconocidos.
Por ahí va una, frágil e indómita, con sus pliegues insondables. Pasa otra, vaporosa, envuelta en un excéntrico glamour, parece reflotar, si no existiera habría que inventarla, parece de cristal, camina como suspendida.
Están las que en la hora de colación ruedan sigilosas, fraccionadas, disfrazadas, con su infaltable rouge reflectante. Carne fácil para el canibalismo masculino.
Recién pasa una delgadísima, flaquísima, parece un espectro, lleva la muerte fresca en su carcasa y me mira, buscando el ángulo preciso e invitándome a compartir su entrañable armadura. Transitan, más bien reptan desafiantes, unas que parecen serpientes en celo, estallando por todos lados; son mujeres fulgurantes que arden como banderas, exhibiendo sus cuerpos vibrantes, translúcidos y abundantes, provocando un desorden con sus migratorias contorsiones.
Viene una que por su falda sopla el monzón, lamiendo provocativamente un helado, subversiva e irreverente, insinuándole a todos su predilección total, lo que para estos tiempos no deja de ser un detalle menor. A todas ellas las huelo, las desnudo, les saco el rouge y finalmente descubro que sus corazones, al igual que el mío, están medios deshilachados, remendados. No me sirven. No me cabe duda que deben circular vírgenes que deliran con encendidos arrecifes.
Se cruza una amante calcinada por los celos, con rostro gastado y el pezón caído, fatal en el desvelo. Observo a esta otra. Seguramente lo que ha perdido en tolerancia lo ha ido ganando en cintura. Finalmente, desfilan algunas quitaditas de bulla, que no dejan registro, dulcemente oscuras, como una página en blanco, que carecen de historia y de argumento. Al parecer, nadie da un peso por ellas, pero yo les tiro un beso y les digo que... para qué quieren otro amor... que vengan.. que aquí está el mío .. atendido por su propio dueño.
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