La fila conformada por un centenar de personas serpenteaba guiada por las sogas que separaban los carriles. El banco estaba a pleno, con una línea de seis cajas, todas ellas atendiendo público y logrando que la serpiente de seres avanzara de manera lenta pero constante, con movimientos sincronizados. El murmullo quedo de algunas conversaciones asemejaba la escena a la consagración de algún insólito ritual indescifrable.
Situado en el fondo del salón, el cajero que atendía los pagos de la AFIP (oficina recaudadora de impuestos) mantenía su sector libre de público merced a una vertiginosa rapidez en la atención de quienes se presentaban ante él. Recibido el formulario, lo cargaba en el sistema y lo colocaba en estantes ubicados a espaldas del resto de los cajeros, que gritando el nombre del titular, lo llamaban para que se completara el trámite a través del pago.
El ambiente, a diferencia de otras ocasiones, parecía lucir distendido, la gente tranquila y yo no llevaba apuro alguno, por lo que a falta de un buen material de lectura, me dediqué a observar los rostros y posturas de mis compañeros de espera, procurando deducir la clase de vida que cada uno llevaría, sus psicologías, manías y obsesiones.
Al cabo de unos veinte minutos, la fila había dado dos giros y calculé que sólo tendría para cinco minutos más antes de ser atendido. Cansado del ejercicio de observación y adivinación de personalidades, me sumí en un galimatías de reflexiones intrascendentes que culminaría segundos más tarde con mi mente en blanco. Un blanco cómodo, mezcla de sueño, embotamiento y calidez.. Un nido mullido a prueba de pensamientos disonantes.
- Discúlpenme, ¿vieron que esa mujer no hizo la cola y se puso a pagar impuestos allá como si nada? El hombre ubicado detrás mío, había formulado la pregunta a dos rubias veinteañeras, dedicadas de lleno a susurrarse comentarios la una a la otra, entre risitas contenidas. Burlas sobre algunos de los integrantes de la fila, había sido mi intuición al analizarlas.
- No sé, estábamos distraídas, le respondió rápidamente una de ellas y continuó desguazando con su amiga a una gorda de mini falda y escote sinvergüenza.
- Claro, me olvidaba que estamos en la Argentina, gruñó el hombre e inició una serie de chistidos de fastidio, procurando llamar la atención de todos los que lo rodeábamos.
Si nuestro país fuera un paciente psiquiátrico –pensé- su diagnóstico concluiría la historia clínica con un lapidario “el paciente adolece de falta de confianza, por momentos se pierde presa de confusiones diacrónicas, discutiendo consigo mismo hasta agotarse y no reconocerse ante un espejo. A la fecha no han arrojado resultados favorables las terapias practicadas. Esporádicamente incurre en conductas controvertidas, que lo sumen en frustraciones cuya esencia no hemos logrado identificar.”
Resulta trágicamente fascinante la constatación del alto grado de negatividad enquistado en el inconsciente de la gran mayoría de los argentinos. Infinidad de frases y chistes de nuestra propia autoría dan cuenta de la profunda raigambre de esta sensación de desastre instalada en nuestra ideología y en muchos de nuestros rostros.
El gaucho, el tango, el inmigrante disconforme y paradójicamente nuestro cobarde instinto de supervivencia, demuestran haber abrevado en las fuentes de este pesimismo ancestral. ¿Su origen? Un enigma. Le doy vueltas al asunto y no encuentro una respuesta que satisfaga todas las aristas. Algunas ya de tanto digerirlas han perdido el sabor que supe descubrirles al generarlas. ¿Inmigrantes desahuciados que vinieron a hacerse la América, pensando en regresar a la madre patria en poco tiempo y no tuvieron otra alternativa que quedarse anclados a esta tierra? ¿Maldición chamánica enviada por los primeros conquistadores, exhaustos de roturar la superficie en busca del oro, los diamantes y la plata a la postre, ilusorios?
Nos pasamos la vida entera mirando para afuera por la ventana, como si puertas adentro, oliera a podredumbre. Mientras tanto crecemos, nos enamoramos, tenemos a nuestros hijos y los educamos en este suelo, que haciendo oído sordos a las críticas, continúa proveyendo, albergando.
Para aumento de la desazón generalizada, la globalización le puso un turbo a ese motor de pesimismo, potenciando el descrédito absurdo del que se nutre nuestra forma de pensar.
Sonrío amargamente al recordar la ironía del destino por el nombre recibido. Argentina, del latín argens, plata. Argentina, pues, hecha de plata. Sus habitantes podríamos –con propiedad- llamarnos “los plateados”. Sin embargo, nuestro presente opaco y herrumbrado admitiría una buena gamucita, como para sacar a relucir todo el poten...
- Disculpá, escuché que me llamaban desde atrás, al tiempo que un par de golpecitos insistentes en el hombro confirmaban la falta de tacto de su autor. Desde el fondo de la delicada estructura mental que había comenzado a erigir al ritmo de mis delirios arbitrarios, demoré siglos en volver a la realidad de gente en espera y susurros apagados.
Recordé al individuo de los chistidos, al mismo cuyo comentario me había zambullido en la búsqueda frenética por descifrar el laberinto de la argentinidad y molesto, giré la cabeza por sobre el hombro para sopesarlo de reojo. Cuarenta años, un tanto más alto que yo, tez blanca, pelo lacio y oscuro, nariz encorvada y una diáspora de lunares distribuidos por su rostro, sin orden, como si se los hubiesen arrojado desde el techo mientras dormía boca arriba.
- ¿Sí?, mascullé mi pregunta como un latigazo seco, totalmente desprovisto de interés.
- ¿Me podés explicar cómo es que hay algunos privilegiados que no tienen que hacer la fila? Esto es cualquier cosa, flaco... un quilombo..., arrancó pretendiendo oscurecer al máximo el panorama, como invitándome a sumarme a su discurso crítico.
Mis ansias de confraternizar con esa clase de personas, cotizan muy abajo en mi escala comunicacional. Me cansaron hace ya mucho tiempo. No se me antojaba asumir el esfuerzo de asentir, ni mucho menos enfrascarme en una discusión. Simplemente pretendía continuar al amparo de mi cascarón, alternando a gusto entre filosofías absurdas y dudosas habilidades deductivas. Nada más... pero ojo, nada menos.
La tácita invitación se me antojó como esos comentarios forzados sobre el clima que uno asume inútilmente la obligación de soltar al aire cuando no hay nada para decir, al estilo de mirar al cielo con apariencia preocupada y largar un “¿lloverá?”, para a su vez obligar al interlocutor a ocuparse de la pregunta que quedó flotando entre ambos con un “¿quién sabe?, seguro que sí, es viernes y el tiempo no falla, vamos a tener agua todo el fin de semana...”
Desencajado, el sujeto continuó envuelto en un taparrabos de gestos y tics nerviosos, extendiendo la queja a la demora en la atención, a este país que buéh... ¿qué querés?, a la viveza criolla, a los empleados públicos que no saben lo que es trabajar y a la fatalidad de curso inexorable de que nunca vamos a cambiar. Superando la inoportuna contrariedad, bromeé para mis adentros, “estamos condenados al éxito, ¿quién se anima a dudarlo?”
Para entonces, yo ya había seleccionado criteriosamente la actitud con que encararía al molesto. Adoptando aires de profesor universitario harto suficiente, procuré con fingida paciencia, explicarle que la gente que él creía que se colaba, en realidad hacía la fila para trámites impositivos y de paso aprovechaba, una vez terminados éstos, para pagar cualquier cedulón que tuvieran pendiente. Que eso era todo. Que no había motivos para alterarse.
- Nooo, te confundís. Lo que sucede es que acá estamos llenos de vivos... si, ¿no te digo? Éste es un país de vivos y así nos va... ¿¡¿adónde vamos a ir a parar?!?
Hasta ahí quise aguantar. No daba realmente para más. Reflexionándolo fríamente, el sujeto se las había ingeniado para incluirme en su verborragia quejumbrosa, arrancándome sin consideración de la dulce modorra en la que me había acurrucado, casi dormido. Tenía en un puño la mirada de todo su entorno y pretendía continuar captando atención sobre su despliegue de palabras huecas y sobre mí, como su partenaire de ocasión. Inconcebible.
Admito que padezco de fobia a los papelones y a las discusiones en público. Fuerte rechazo al protagonismo escénico sazonado al plato con terror ilimitado al ridículo, por lo que no me resultó tan fácil llevar adelante lo que para otro hubiera constituido una mera minucia.
Conteniendo la bronca por la armonía hecha añicos en el mosaico del banco y los comentarios de ironía barata acerca de mi país (casualmente, también el suyo) arremetí haciendo un supremo esfuerzo para no levantar la voz y que el tono sonara cansino.
- Si vos –de verdad- creés que se están colando, ¿porqué no vas y se lo comentás al guardia? ¿cuál guardia, me dirás vos? Ese de azul que está ahí, en la reposera, ¿lo ves? En serio, andá tranquilo que yo te reservo el lugar. Se lo dije sinceramente y consustanciado del contenido de la línea que había creado y desarrollado ante las luces de una cámara incómoda.
Intuyo que algo debe haber fallado en mi actuación. Imagino que si el tono resultó tranquilo, algún ademán o destello en los ojos deben haberme traicionado, dejando escapar hilachas de ira mal sujeta.
Desconcertado, permaneció unos segundos parpadeando su mudez, para emerger de su sorpresa tras una máscara bordó que no alcanzaba a disimular los rasgos del ultraje inferido y el chisporroteo de tics histéricos.
- Te pido disculpas, me espetó con vos chillona, e instantáneamente me imaginé respondiéndole, “el excusarse por anticipado no constituye un salvoconducto para irrumpir en la calma de los demás con la delicadeza de un perrito cocker en una exposición de porcelana china”, no fue mi intención molestarte, -continuó con su timbre ofendido- ni importunarte con mi pregunta. Perdóname, no vuelvo a joderte, tenélo por seguro.
Confieso que no esperaba esa respuesta. Como tampoco contaba con la falla en mi representación del profesor suficiente. Ruborizado por haber acaparado la atención absoluta de un público que aburrido de esperar, aprovechaba cualquier incidente por minúsculo que éste fuera, para entretenerse, balbuceé una explicación a medias cierta.
- Nnno, no hay problema. En serio, te estoy proponiendo cuidarte el lugar en la fila para que vayas a preguntarle al policía (y otra vez la rabia irrumpió en mi texto) digo, antes de que sigas vociferando el fastidio que le tenés a la Argentina en su conjunto...
Sin decir palabra, accedió a mi ofrecimiento y con paso eléctrico enfiló hacia el policía obeso que muerto de sueño, torturaba con su humanidad la resistencia de una silla desvencijada.
El idiota gesticula. No puede ni murmurar algo sin hacerlo. Pobre agente, tener que soportar a un tipejo como ése. ¿Qué hace? ¿Acusa a la mujer? ¡¡Infeliz!! Qué rapidez para recuperar la confianza, claro, caminando atrás del gordo de uniforme. No culmino el pensamiento. Al llegar a mí se detienen y sin siquiera preguntar, el policía me muestra las esposas e inicia el movimiento hacia mis muñecas. Lo miro perplejo, no entiendo lo que está sucediendo. Me esfuerzo por explicarle que debe estar equivocado, pero no consigo articular una frase coherente, ni mis gestos, ni mis palabras logran franquear los confines de la burbuja de sopor en la que por propia voluntad me sumergí momentos antes para escapar al aburrimiento de la espera.
Desde la pared, el Manuel Belgrano del retrato se interesa por mi situación; dirijo una mirada suplicante hacia él para que interceda. Sin mover los labios, me hace saber que él también sufrió por estas tierras plateadas y pocos se lo reconocieron. “Es el destino de los patriotas genuinos”, me llega su voz lejana entre susurros que sólo yo percibo.
Mientras tanto, ya esposado camino preso de una angustia lacerante por el largo pasillo que desemboca en la calle. Al obeso se le han sumado otros dos uniformados que refuerzan mi convencimiento de no intentar nada desesperado.
Aún así, empujo con el cuerpo al policía más cercano y para su estupor, en lugar de correr hacia el ajetreo de la calle, giro y escapo en alas de la curiosidad hacia el interior. Al llegar al salón, las dos rubias continúan riéndose en secreto, a la vez que se deslizan comentarios malintencionados al oído. Ya no es la gorda de escote desvergonzado a quien desollan. Me veo entre sus quijadas, despedazado, humillado, vencido. Metros más adelante, el insoportable responsable de toda la confusión, luce más relajado y hasta creo adivinar una sonrisa de complacencia en la comisura de sus labios, mientras el empleado de la última caja le recibe los pagos.
Agotado, descargo una patada de impotencia contra la inocencia metálica de un cenicero de pié. Ya nada importa, ni siquiera el haberme colocado en el ojo de una escena, que quedará grabada en las retinas de todos los que allí esperaban; la imagen de un hombre desesperado, que con el traje hecho jirones es sacado a la rastra por un grupo de policías.
Desde el interior del marco de madera que lo sujeta, Belgrano me guiña un ojo y sopla “algún día Argentina lo sabrá; necesitamos volver a ser fuertes, volver a confiar en nosotros”.
Poco antes de caer golpeado en la nuca por el garrote de uno de mis perseguidores, alcanzo como en sueños a leer algunas líneas inconexas de la hoja que mantiene el enfermero sobre el escritorio de pino, “el paciente... incurre en repetidas confusiones y discute consigo mismo hasta no reconocerse frente al espejo”.
Perplejo, cedo al desmayo, zambulléndome en la frescura de un mar celeste de olas blancas. El celeste y blanco de un ideal que pocos comparten. |