Peca de ingenuidad quien suponga que la fatalidad o la misma muerte, pueden ser burladas por la astucia o inteligencia de simples mortales. Por contrapartida, si bien escapa a nuestra capacidad el evadir su designio, se han registrado casos en que el elegido logró (sin comprenderlo) pulsar alguna fibra de la sensibilidad caróntica , granjeándose unos años más de yapa para continuar transitando por los polvorientos caminos del mundo.
Estoy convencido que, de haber tenido oportunidad, J. (“Jota”, en lo sucesivo) hubiera legado a quienes lo conocimos y quisimos entrañablemente, un profuso relato sobre el ramo de acontecimientos que el destino lo forzó a transitar. Diéronse las contingencias de tal manera que se viera imposibilitado de concretarlo, delegando sobre mis hombros el desafío de que aquel indeleble incidente y sus repercusiones, no cayeran en el aljibe de un olvido a todas luces injusto.
En aquellos tiempos, la zona norte de la ciudad ni siquiera imaginaba para sí un porvenir tan luminoso como el que destila en la actualidad, de mansiones residenciales, árboles añosos de troncos inabarcables, automóviles lujosos circulando por sus calles y un laberinto de catedrales comerciales, en las que los fieles se apiñan para el ritual del consumo compulsivo de productos seudo indispensables.
Mucho antes de que esa realidad acaparara el presente, los sitios baldíos ocupaban una enorme superficie del ejido municipal y las jornadas rezumaban fútbol de niños, con partidos disputados en potreros de pasión, orgullo, dientes apretados y huelga aclararlo, puteadas.
La tarde en que los hechos sobrevinieron, se alejaba a desgano en ancas de un cielo abrumado de calor y humedad. Los gritos de chicos jugando a la pelota inundaban la atmósfera de los baldíos y los jardines de las casas aledañas. En la cancha (así nos referíamos a ese lugar, aunque a fuerza de ser sinceros, no pasaba de ser un enorme polvaredal) el partido crepitaba al calor de la entrega de una mayoría enjundiosa y un puñado de habilidosos que soportaba con tolerancia disímil los guadañazos de sus marcadores. Jugadores y público (cuyas edades oscilarían entre los ocho y los trece años) habían olvidado en el fragor de las primeras gambetas, la calidad de amistoso del cotejo, jugándose la vida en cada pelota.
Faltando apenas siete minutos para la finalización del encuentro que el equipo de Jota perdía tres a dos, mi amigo, que a la sazón contaría con unos nueve años de edad, vio servida en bandeja la oportunidad para emparejar las cosas, cuando un centro llovido desde la derecha surcó el éter del área chica para culminar su vuelo a las puertas del arco. Con pleno control de la situación y anticipando de reojo que el guardametas había quedado en ridículo al salir a destiempo a cortar la jugada y verse superado por la pelota, Jota manejó los tiempos con la frialdad y agudeza de los que verdaderamente saben. Infló el pecho a la vez que saltaba para dominar el esférico; lo acunó entre el comienzo del cuello y el pecho por escasos segundos como procurando tranquilizar la tensión del partido y del propio balón, dejándolo caer luego, con la sincronía exacta para gatillar un misil inalcanzable, a pesar de la estirada desesperada de un defensor que llegaba. El tiro, ejecutado con toda la intención de asegurar el destino impreso a su derrotero, se clavó en el centro del arco, provocando en la trama de tiempo y espacio, un agujero negro por el que la pelota desapareció como una piedra al perforar el espejo quieto de un estanque. Golazo y milagro con sabor a fenómeno esotérico. Euforia, festejo y un racimo de puños estirados para teñir de colores el plomo de un cielo apagado.
La demora del arquero en buscar la pelota, comenzó a inquietar los ánimos de todos, jugadores y espectadores. Al cabo de dos siglos que no superaron los diez minutos, el abatido guardameta regresó con la noticia de que no había dado con el fútbol, rematando su impotencia con un lapidario “¡el que lo tiró que lo busque, qué mierda!”.
Como disfrutando la reacción, salió Jota al tranquito, regulando los jadeos y el cansancio, convencido de que encontraría el proyectil sin mayor trabajo. Se paró detrás del arco de troncos de palmera, midió la trayectoria que habría observado el disparo y concluyó para su pesar, que de seguro el fútbol había aterrizado en “la perrera”. Un terreno sin construcciones, tapiado y repleto de yuyos de un metro y medio de altura, prisión y morada de una pareja de dobermans amaestrados para seguridad y ataque. Hacía tiempo que no se escuchaban ladridos en el predio, más no existían certezas de que los hubieran trasladado a otra ubicación o bien hubieran perecido de hambre o sed.
Dispuesto a asumir los riesgos y ante la falta de alternativas, Jota diseñó una estrategia sencilla para la recuperación del balón. Una bulliciosa barra de chicos, convenientemente apostados en uno de los vértices de la tapia, llamaría la atención con gritos y aplausos allanando la vía para que él concretara con el mayor sigilo del que era capaz, una fulminante batida del área en donde suponía daría con la pelota. Puesto en práctica, el plan se inició sin contratiempos. Ni un solo movimiento indicaba la presencia de los mastines en el terreno, por lo que saltó decidido a dominar sus nervios y el estado de ansiedad que ya asomaba en algunos de sus ademanes.
Apenas sus pies tocaron tierra, se agazapó esforzándose por captar algún sonido sospechoso. Nada. Escrutó de un solo vistazo el mar verde de yuyos que se alzaba ante él, convenciéndose de que estaba solo. No había motivos para temer.
Se internó resuelto en el verde y no habría caminado más de diez o doce metros, cuando adivinó el blanco de la pelota, envuelta en un matorral espinoso y retorcido. Con cuidado de no lastimarse apartó las hojas más espinosas para liberarla, cuando el grito estridente de una de las chicas lo paralizó. Se irguió justo a tiempo para divisar un surco abierto en los yuyos, desplazándose a velocidad de espanto en su dirección. Arrancó la pelota del nido de espinas y corrió aterrorizado hacia la tapia sin detenerse a mirar atrás. Ya próximo a la pared, lanzó el balón al otro lado y calculando que no tendría tiempo para mucho más se arrojó en vuelo para asirse del borde superior, experimentando una temprana sensación de alivio al comprobar que sus manos habían aferrado la última línea de ladrillos. Sólo restaba un estirón y estaría a salvo
El crujido de la maleza y gruñidos furiosos lo alcanzaban. Cerró apretadamente los dedos en un último impulso para elevarse, ahogándose de improviso en una rancia bocanada de muerte que lo sofocó, aflojando como goznes de arena los dos ladrillos en que cifraba todas sus esperanzas. Se precipitó de espaldas al vacío con los brazos famélicos de cielo, herido de desesperación.
Cayó entre dentelladas y trozos de ladrillos. Un arañazo le abrió la barbilla, al tiempo que mandíbulas pétreas se cerraban sobre su pantorrilla y desgarraban la carne, tironeando en un rabioso intento por hacerlo perder pie. Cegado por la angustia y el sorprendente vuelco que habían sufrido los hechos, coligió que venían a llevárselo; su partida estaba escrita y ocurriría apenas tres o cuatro minutos después del instante en que se debatía.
Mientras uno de los perros continuaba lacerándole las piernas, hundiendo las fauces sin control en la sangre y el espanto que lo corroía, el restante buscaba alcanzar su garganta, protegida por un antebrazo cruzado de tajos y colmillos.
En un anticipo de lo que sucedería, los segundos se evaporaban inexorablemente hacia un final que intuyó, pronto mostraría su cuerpo inconsciente, arrastrado entre los yuyos por las bestias. Se sintió atravesado por esa visión escalofriante y ya había tomado la decisión de abandonarse, cuando una vibración intimidante, lo sacudió obligándolo a resistir más allá de las chances que le asignaba la razón.
Un aullido espeluznante brotó de su garganta cruzada de arañazos, filtrándose a través de los colmillos, las garras y la materia, hasta conmover la quietud gris de un cielo denso, que haciéndose eco del llamado, se desplomó en un chaparrón de ráfagas y gotas tibias. Azorados, los perros levantaron el asedio por escasos segundos. A la postre los suficientes, para lo que acontecería de inmediato. Desafiando las inclemencias, la sombra del sordo Rius se formó tras el muro contra el que se apretujaban los últimos intentos del chiquillo por salvar su vida, bastándole un solo vistazo que el hombre apreciara lo desesperante de la situación y hundiera una manaza en las matas sangrantes de cabello de Jota para izarlo lejos del patíbulo.
Han pasado demasiados años desde aquel episodio y aún hoy no logro dilucidar con exactitud el significado de lo que realmente tuvo lugar ese día. Los perros fueron trasladados a un campo en Sebastián Elcano, de donde se les perdió el rastro. Hasta el día de su deceso, ocurrido a comienzos del pasado febrero, el sordo Rius negó haber tenido participación alguna en el salvataje del niño. Juró encontrarse trabajando a varios kilómetros de distancia del lugar en el que los hechos ocurrieron. Murió aplastado por un tren repleto de turistas que regresaba de una excursión a Capilla del Monte, al no escuchar los desesperados bocinazos del maquinista, mientras caminaba ensimismado por las vías.
De Jota nunca se supo nada más. Los registros del hospital nada indican de la permanencia de un chiquillo con su descripción en la sala de terapia intensiva. La casa que habitaban sus padres, fue coincidentemente abandonada el mismo día en que –recuerdo con claridad- todo sucedió. Aprovechando su excelente ubicación, hoy se erige en su lugar una moderna heladería, que de tarde en tarde suelo frecuentar para refrescar el paladar y la evocación de lo ocurrido.
Guardé para mí el recuerdo de todo aquello y cuando en alguna oportunidad hice el intento de hablar sobre ello con testigos del incidente, me miraron con extrañeza, como si esas imágenes fueran retazos borrosos de una película que nunca viví.
Sin embargo, y contra todas las evidencias que pretenden sembrar para borrar lo ocurrido, persisto en mi obsesión de aferrarme a certezas que confirman mi verdad y mi cordura. Por alguna extraña razón, el terreno que a punto estuvo de constituirse en el cadalso de mi amigo, luce todavía sin construcciones y plagado de yuyos. Escondido en la profundidad de mi placard, conservo el fútbol que tras perderse en ese pasadizo temporal por el que fuera a parar al baldío de los mastines, por poco logra anclar a Jota en una infancia eterna.
El pasado guarda secretos que la razón humana no alcanza a comprender. Soy consciente de que por años me han mirado de reojo, muchos con sorna, algunos con ironía y otros pocos con un mínimo de compasión y lástima. Debo confesar que no me interesan sus opiniones en la medida que no sean de mi utilidad. Continuaré rastreando a mi amigo y tengo la plena seguridad de que algún día daré con él. De hecho, tengo algunas pistas a profundizar y quién sabe, tal vez mañana sea el día. Esta mañana, después de una ducha reparadora, me afeitaba en silencio frente al espejo y lo ví. O me pareció verlo. Reconocí sus rasgos de niño en un rostro de adulto. La alegría que experimenté se diluyó enseguida al advertir ciertas notas de perturbación en sus ojos. Debo ayudarlo. Mientras tanto, como dije, continuaré buscándolo.
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