Despedida
Convencido como estoy de que hoy será el día más feliz de mi vida, me levanto de la cama, alegre y jovial, alzando mis piernas para ejecutar una simpática pirueta que, desgraciadamente, termina en un doloroso, aunque pasajero, esguince de espalda. Hace calor y estoy sudando, pero mi ánimo es tan dichoso que no me doy por enterado del negligente escenario que envuelve mi despertar: el cuartucho inmundo, la ropa desperdigada o los restos de la cena. Incluso en la ducha, al contrario que otras veces, hoy me entra la risa cuando tengo que agacharme, adoptando una grotesca postura, para que salga el agua caliente. Si levanto la manguera, sale fría, si la agacho sale caliente. Es genial, nunca había descubierto el lado cómico. Me visto rápido con lo primero que pillo y salgo a la calle empapado de nuevo en sudor.
En el bar de abajo vuelvo a sentirme el hombre invisible, pero hoy no me importa. A pesar de los pocos clientes, el camarero va de un lado para otro mirando indefectiblemente para el suelo y yo tengo que pedir mi desayuno cuatro o cinco veces, levantando intermitentemente la mano con un ridículo titubeo. Este hombre tan serio me intimida. Cuando por fin llega mi turno, me explayo: café, tostadas, zumo y bollería. Total, no pienso pagarlo. Me despido con un “mañana ajustamos cuentas” que, por supuesto, no recibe respuesta.
Caminando a la fuerza porque el coche lleva más de un mes en el taller, me dirijo raudo al trabajo. A pesar de lo temprano, el sol ya aprieta fuerte. Las calles empiezan a poblarse de gentes ajetreadas y bulliciosas. Algunos cargan las maletas en el coche para comenzar sus vacaciones. Ilusos. Ninguno tendrá un descanso como el mío.
Llego a la oficina y desprecio el ascensor. Tengo tanta energía que subo las escaleras a grandes zancadas. Al llegar a mi piso dos grandes manchas han crecido bajo mis axilas, pero me da igual. Me recibe mi jefe, vociferando como siempre, para que todos se enteren:
-¡Otra vez tarde, cómo no! ¡Y qué pintas me trae, señor mío! Sin afeitar, sin peinar y con esa andrajosa camisa por fuera... Vamos, a su puesto, ¡o lo mando de patitas a la calle!
-No se moleste, gran jefe –respondo tranquilamente, siempre sonriendo-. En el bolsillo de esta andrajosa camisa llevo un billete de lotería premiado con muchos millones. Sólo vengo a despedirme y a ver por última vez su brillante calvorota. Ya sabe dónde se tiene que meter los expedientes. Le aconsejo que los enrolle antes y le quite las grapas. Ah, y que le ayude el pelota de Ramírez. Por cierto, no está en su sitio. ¿Otra vez ha ido al médico? En fin, ¡ahí os quedáis, seres inferiores!
Me giro para no ver sus caras llenas de sorpresa, envidia y odio. ¡Qué felicidad!
Pero no me regodeo, no pierdo el tiempo con ellos. En la calle, observo un grupo de jóvenes y atractivas turistas que intentan refrescarse en una fuente. Me uno a ellas, les contagio mi alegría y casi se me va la mañana, entre risas y salpicones.
Ahora me paso por el taller. Con paso firme me planto en el centro del local y, antes de que empiecen con las mismas excusas de siempre, digo en voz alta:
-Manolo, olvídate de ese cascajo. Te voy a comprar un coche nuevo, un Mercedes, último modelo, con los extras más modernos que encuentres en el mercado. Tú te encargas de todo.
-Pero...
-Nada, nada. Me ha tocado la lotería y reniego de mi humilde y menesteroso pasado. Haz el pedido que ya vendré por aquí –y me marcho triunfante sin darles tiempo a reaccionar.
Ahora, lo más divertido. Voy a casa de mi novia, la que nunca me escucha, la que no apoya mis proyectos, la que siempre se está quejando. Por el camino voy pensando las barbaridades que le diré, pero llego, abro con mi llave y descubro en el dormitorio a mi novia succionando rítmicamente el enorme miembro de Ramírez. Ella, la hipócrita, que, aunque yo se lo pedí mil veces, nunca me lo hizo porque decía que le daba asco, allí está, arrodillada en el suelo, con la lencería que yo le regalé aquella vez que pasé tanta vergüenza en la tienda, con la boca llena, deleitándose y deleitando al pelota. En fin, me ahorro un bonito discurso y me conformo con ver las caras estupefactas de los pasmados tortolitos. Me mantengo quieto, haciéndolos sufrir, viendo cómo sudan y cómo a Ramírez y le disminuye el brío. Me despido con un “buen provecho” y salgo a la calle a respirar.
El sol está ya muy alto, va siendo la hora. Me dirijo al puente grande, al de hierro. Me agarro a la ardiente barandilla y contemplo la corriente sucia y pestilente del río. Abajo me espera el descanso definitivo. Con un ágil salto me arrojo al vacío.
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