Cuando era una nena todavía vivía con mis padres y hermanos en una casa pequeña y humilde que custodiaba el camino al bosque, ese bosque que estaba prohibido puesto que allí se alojaban seres misteriosos y despiadados, animales jamás vistos y criaturas increíblemente maléficas. (Por lo menos eso creíamos los chicos del lugar, por lo menos eso nos contaban los mayores.)
Hubo un tiempo, en aquella época, en que a pesar de ser pobres fuimos felices. Pero ese tiempo no duro para siempre, pronto las luces de la ambición, el deseo de tener más, la conciencia de lo poco que ganaban, deslumbró a mis padres, los convenció de que no podían mantenernos. Tan hondo fue ese convencimiento, esa sensación de que nuestra bocas los privaban de posibilidades de éxito, de que nuestras ropas les restaban elegancia, de que nuestros estudios les impedían realizarse, que decidieron, una tarde cualquiera, abandonarnos en el medio del bosque.
Nos arroparon cariñosamente, nos dieron una pequeña viandita para nuestra aventura y nos colmaron de besos. Y así se despidieron, con lágrimas en los ojos y la conciencia de estar haciendo lo correcto.
Yo, como la mayor de todos, tomé la responsabilidad de recordar el camino: árbol a árbol, sendero a sendero, piedra a piedra, por lo que, sin dificultad, cuando hubimos disfrutado de nuestro banquete y jugado a gusto en el bosque, que no era el lugar tenebroso que nos habían contado, sino una caja de sorpresas inacabables, guié a mis hermanitos de vuelta a casa.
Nuestros padres se alegraron al vernos, contaron nuestros deditos para comprobar que estábamos sanos, rieron con nuestra travesura y emprendieron el camino al bosque nuevamente con nosotros. Esta vez asegurándose de que no recordáramos los detalles: Cruzamos el mismo río tres veces por lugares diferentes, subimos y bajamos lomas sin razón, anduvimos en círculo; todo con el propósito de descomponer nuestro sentido de la orientación. Y lo lograron. Cuando nos hubieron abandonado en la espesura del bosque ya no sabíamos como regresar, donde quedaba el sur, por donde se escondía el sol.
Amargada por la noticia de que esta vez sí estábamos fritos, es decir: perdidos, comprendí que debía hacerme cargo de los pequeños y conseguirles alimento y un lugar donde dormir.
Con mis propias manos hice fuego y dispuse unas ramas y hojas de modo de preparar una confortable cama, junté algunos frutos silvestres y comimos lo más tranquilos que pudimos, en ese lugar que podía ser tan atractivo de día y asustarnos inmensamente de noche.
Luego de que todos se durmieran, agotados por la caminata e ilusionados por las historias fantásticas con las que los consolé, sintiéndome segura de que nadie me oía, me senté ante el escaso calor de las brazas y lloré amargamente.
Conmovido por mis lágrimas, o asustado por mi hipar continuo y desconsolado, acudió a mi lado un unicornio verde (yo creía que sólo existían los unicornios azules, pero ya ven, estaba equivocada) y me hizo compañía, llorando mi tristeza como sólo ellos saben hacerlo.
Cuando hubimos agotado todo el caudal de angustia y ya no quedaba reserva de amargura en mi alma, me ofreció un prodigio. (Ustedes saben que los unicornios son seres mágicos, y pueden conceder deseos.)
Así fue que a la mañana siguiente, cuando el sol nos despertó con su dulzura, mis hermanos y yo nos descubrimos rodeados del tesoro más luminoso que jamás hubiera existido y un mapa multicolor con las indicaciones para llegar a casa.
Nos tomó un buen rato juntar en nuestras alforjas lo suficiente para garantizar riqueza absoluta y duradera y el resto lo dejamos para que otros niños abandonados en el bosque pudieran rehacer sus vidas.
Así pertrechados, por fin ricos y sumamente agradecidos, ya podíamos volver a casa, a esos padres pobres que nos abandonaron en el bosque, a entregarles a ellos nuestro premio, a dárselo para que por fin sean felices y ahora sí nos quieran.
Ya podíamos volver al hogar, pero no quisimos.
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