El laberinto era intrincado, pensar en lograr hallar la salida parecía imposible, las horas pasaban y la noche se acercaba, un temor intenso se iba apoderando de Ricardo, que seguía corriendo por esas callejuelas estrechas y húmedas, y la noche llegó y comenzaron los tropiezos, alguna que otra caída, el temor a lo desconocido, sintió gemidos como de algún animal en acecho, cobrando nuevo valor siguió buscando infructuosamente con la esperanza ya tambaleante, pensó en Marisa y en la ridícula apuesta que ella le hizo, ella lo llevaría hasta el centro de ese pueblo medieval abandonado, con los ojos vendados, y luego de que ella lo dejara recién podría quitarse la venda e intentar la salida.
El premio era tentador, ella era el premio, ella toda para lo que el quisiera, y vaya que quería, hacía tiempo que su único deseo era poseerla, hacerla suya y gozar sus encantos que lo tenían loco.
Así las horas pasaron y solo hallo el camino correcto cuando el sol comenzó a alumbrar las lúgubres callejuelas y cansado y somnoliento llego por fin al final del camino donde ella lo estaba esperando con una sonrisa en los labios.
Corrió a su encuentro, la estrecho en sus brazos y lentamente se acostaron uno junto al otro en la hierba húmeda del amanecer, dispuesto a disfrutar el merecido y trabajoso premio.
Un sopor lo fue envolviendo lentamente y sin poderlo evitar se quedó profundamente dormido, como a las 2 de la tarde despertó sorprendido y se encontró solo, tirado en la hierba, con una confusión enorme y un deseo incumplido. |