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Siento predilección por las llaves antiguas. Mi familia las ha coleccionado durante décadas y desde entonces penden por todas nuestras propiedades como un símbolo de bienvenida a los turistas.

Desde las más pequeñas a las más grandes hay entre ellas diferencias longitudinales o abruptas, a veces de raros cincelados o inextricados devaneos entre líneas, pero todas ellas son maravillosas y sorprendentes.

Para mí, que soy escritor de paisajes subliminales, me he reservado la más alejada en el tiempo, por eso de la cercanía con los antepasados y porque, de alguna manera, me recuerda a mis Trabajos de Campo, aquellos que realizaba cuando cursaba estudios de Antropología. Eran años felices en los que solo, observaba y tomaba notas desde la plena inocencia de la vida frente al imprevisible acontecer. No sabía aún que la vida propia de cada uno también tiene una llave y una cerradura: la llave más antigua la llevábamos colgando de un lugar intrínsecamente cerrado a cal y canto a nuestras espaldas; en un lugar profundo y secreto que no podemos ver, pero que se llegué a conocer sutilmente con el paso de los años. Creo que esa es la razón principal de mi afición por todas las llaves antiguas: su cercanía con el límite de todas las puertas.

Pero, al margen de llaves o cerraduras, de tiempos o de propiedades, lo más importante era mi trabajo. Tanto yo como el resto de mi familia nos dedicábamos al turismo, y yo concretamente, me ocupaba de que disfrutasen del entorno del alojamiento que les brindábamos. Les atendíamos con auténtica devoción, aseando sus habitaciones con suma pulcritud, preparando comidas exquisitas con nuestros productos de la tierra y agasajándoles con interminables visitas turísticas. Ellos acababan encantados, sobre todo con mis charlas dialécticas sobre el ir y venir por los alrededores. Y asistían a mis explicaciones mudos de emoción, sobre todo cuando era domingo, por aquello de que estaban más aburridos, supongo.

Pero también había otro tipo de turistas. Eran más antipáticos y siempre ponían pegas a todo. Ironizaban sobre mis sabias explicaciones, lo cual rozaba el límite de mi paciencia, aunque procuraba sobrellevarlo hasta flaquearme las fuerzas. Estaba seguro de que sólo les movía el afán de molestarme, y que seguramente no tenían ningún interés en escuchar o comprender mis didácticas clases magistrales sobre la historia de los alrededores o sobre los objetos que tenían ante sus ojos, y que yo, sabiamente, les mostraba desde todos los ángulos, sobre todo desde el mío particular, que era el más completo, aunque esto último nunca lo dije abiertamente porque soy muy humilde y no le doy importancia a ese tipo de detalles.

Tardé mucho tiempo en encontrar un remedio para ese tipo de personas. Pero un día me vino la inspiración mientras dormitaba plácidamente bajo un árbol de los alrededores. Recordaba una de las llaves que colgaba cerca del sótano, sobre la puerta de este, balanceándose desde una percha que compartía con un viejo paraguas negro y un sombrero roído por todas partes que perteneció a mi bisabuelo. Seguramente él fue el último que la usó y olvidó allí, hasta que yo me interesé por ella y la usé en su nombre. Decidí bautizarla y lo hice en honor de mi bisabuelo, por eso la llamé Teodorica.

Un día, después de una agotadora tarde de dimes y diretes con un señor de grandes dimensiones corporales, contrastando a mi entender con sus dimensiones cerebrales, me decidí a invitarle a disfrutar algo especial, para alegrarle del supuesto desagravio que le inferí con mis aburridas explicaciones, según su criterio, y que él se empeñaba en recordarme a cada instante.

Decidí ofrecerle una visita a un lugar de arte antiguo, planificada especialmente para él. Se lo anuncié en privado, mientras me miraba erguido y orgulloso. Le expliqué mi deseo de que no comentase mi ofrecimiento hacia él pues no deseaba que nadie más disfrutara de ese evento. Fue fácil de convencer, incluso percibí que le gustaba la idea de disfrutarlo para él solo. Y así, en secreto, le llevé al sótano, donde asistiría a la contemplación de las más bellas piezas de la antigüedad.

Le hice traspasar la puerta del sótano, que es el lugar más rico en antigüedades de todas nuestras propiedades, aunque eso sólo lo sé yo. Me había acompañado solemnemente hasta llegar a la puerta, le invité a traspasarla y antes de cerrarla casi inmediatamente tras él, tuve tiempo de contemplar por un instante cómo, mudo de asombro, miraba las telarañas que colgaban por doquier, inmemoriales. Alguna, incluso, tenía algún que otro fósil de tamaño considerable para que pudiera deleitarse, además de diversos tipos de roedores escudriñando con sus ojitos pequeños desde la oscuridad que resplandecía, agitada solamente por un aire menudo que se filtraba por el polvo.

Le había dejado allí, entre aquellas compañías acordes a su temperamento y no quise saber de su suerte. Me fui alejando con paso tranquilo pero nada más traspasar la puerta que daba a la salida hacia el jardín, la voz de mi bisabuelo me llegaba una vez más, desde la lejanía. En nuestra familia eran famosos sus códigos de conducta por lo inspirado y lo profundo, tanto que habían dejado profunda huella en todos nosotros y que yo me sabía de memoria. Por eso, sólo por eso tuve que volver sobre mis pasos y así acallar la voz de mi bisabuelo. Volví sobre mis pasos y abrí la puerta. Luego me marché y no me ocupé más de él.
No sé si aún seguirá allí, aunque creo que no, porque hace tiempo que dejé de oír su voz al otro lado de la puerta que abre y cierra Teodorica.


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Bilbao, 2003 ®-I.B.R.

Texto agregado el 24-02-2004, y leído por 349 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
25-02-2004 Exquisito en detalles e imagen, agradable de contemplar más que de leer, me agrado pero no me lleno. Un buen relato pero solo eso. Sigue trabajando, me encanta tu Palabra. Lord_Dinario
 
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