Salen del cascaron, tan frágiles como aquello que los contenía, llenos de viscosa y pegajosa baba, ojos grandes de parpados serrados, pequeños cuerpecitos que apenas si pueden sostener la inmensidad de sus cabezas.
Limpios por fin, los pollitos son los animales más hermosos y tiernos del mundo, sus plumitas suaves seducen la piel de quien los toca, su color amarillo suave apacigua la mirada y sus ojitos traslucidos derriten hasta al corazón más rígido.
Un niño, del que no diré su nombre para no delatarle, comprendió y admiro esta belleza y es en esta en la que radica su primer desengaño.
Como todos sabemos, los pollitos crecen: afilan sus picos que asesinan a toda mano que se les acerque, se vuelven ariscos, sus plumas de pesado color confunden la mirada, sus patas igual de peligrosas que sus picos se convierten en ásperas garras y sobre todo son sus ojos los que cambian de pedir piedad a impartir temor.
Mi dulce niño al descubrir esa atrocidad impuesta por el tiempo y la naturaleza decidió ponerle fin por cuenta propia.
Salen del cascaron, tan frágiles como aquello que los contenía, llenos de viscosa y pegajosa baba, ojos grandes de parpados serrados, pequeños cuerpecitos que apenas si pueden sostener la inmensidad de sus cabezas.
Limpios por fin, los pollitos son los animales más hermosos y tiernos del mundo, sus plumitas suaves seducen la piel de quien los toca, su color amarillo suave apacigua la mirada y sus ojitos traslucidos derriten hasta al corazón más rígido.
Y seguirán siéndolo por siempre…
Uno por uno los persigue y los captura…
Uno por uno los silencia bajo el agua…
Uno por uno los coloca con suavidad en el pasto…
No pueden huir de su destino, luego de secarlos al sol vuelven a ser bonitos o al menos así serán hasta que las hormigas se los devoren.
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