Sonaba ya la doceava campanada, aquella campanada que demarcaba el comienzo de la navidad. El aire estaba saturado con el olor a galletas de jengibre y pan de pascua, volviéndolo aún más dulce que lo habitual.
Fabián, que aparentaba estar dormido, abrió bruscamente sus ojos y se escabulló de su cama para espiar desde lo alto de la escalera el endeble arbolito que placida y suavemente iluminaba el living de su casa. Esperaba en cualquier momento el ver a aquel anciano de rojo que, año tras año, desbordaba el suelo con nuevos y relucientes juguetes que luego, dentro de algunos meses, serían olvidados dentro de aquel baúl que se depositaba a los pies de su catre.
La emoción palpitaba dentro de su ser, queriendo escapar de su pequeño cuerpo e invadir la habitación entera; sus oídos, atentos, intentaban capturar cualquier sonido, pero lo único que reconocían era aquel tic-tac del reloj que resonaba por toda la casa de una forma pausada e hipnótica el cual, mezclado con el silencio de la noche, le hacía cerrar sus ojitos y sumergirse por algunos breves segundos a ese tan rehusado sueño.
Aquella batalla continuó por algún rato, haciéndole perder cualquier noción que tuviese del tiempo, pero aún así sus ojos seguían bien abiertos y atentos.
Repentinamente un leve tintineo llamó su atención y al fijar su vista en aquella dirección vio cientas de pequeñas y brillantes lucecitas que simulaban bailar frente al árbol. Pareciese como si las luces de la guirnalda hubiesen escapado y jugaran al son del tintineo que provenía de la habitación.
Sus pequeños pies comenzaron a bajar cautelosa y silenciosamente la escalera, acercándose de más en más y así ver más de cerca lo que allí acontecía. Su corazón latía de más en más fuerte llenando el espacio con su sonido, no logró bajar más de tres o cuatro escalones cuando todo ruido cesó, ni siquiera se oía ya al gran reloj con su profundo tic-tac, y las pequeñas luces se habían desvanecido tal como habían aparecido. La habitación quedó en completa oscuridad y silencio, lo cual atrajo aún más la atención de Fabián.
El niño tomó todo su valor y su curiosidad y continuó bajando los escalones, lentamente, uno por uno, hasta llegar a la planta baja. Se sorprendió aún más cuando sus piesecitos en vez de sentir la tibia alfombra sintieron un frío y crujiente piso de madera, en vano intentó encontrar el interruptor de la luz que debería descansar en la pared, ni siquiera encontraba la pared. Sus oídos de pronto comenzaron a escuchar el tintineo de unas campanas y unas voces que le seguían alegremente el ritmo, cada vez más fuerte y más cercano.
“Somos las estrellas de la navidad que sonrientes y alegres repartimos dicha esta noche en que reina la paz”- Era lo que las voces repetían sin cesar, atrayendo hacia ellas la inagotable curiosidad de Fabián. Se acercó tímidamente hacia donde provenían las dulces y sonoras voces y se encontró frente a una puerta que, luego sabría, era de cristal dorado. La abrió lentamente, mientras sus ojos se acomodaban al brillo que emanaba de aquella habitación. Se sorprendió al encontrarse con aquello, aunque ya mucho antes se hubiese percatado de que ya no se encontraba en su casa. Del redondo techo caían varias guirnaldas plateadas, rojas y verdes que iban suavemente cubriendo las paredes de hielo; y aunque la habitación pareciese ser fría, emanaba de ella un calor que se cobijaba en su alma. Unos pequeños banquitos de cobre se encontraban en medio de la habitación y brillantes luces bailaban y cantaban en círculo en su alrededor.
Esto no es como me lo han contado- Pensó- Aunque también es cierto que nadie a llegado tan lejos como yo. Y con una inmensa alegría, aunque no mentiré al decir que también sentía cierto temor, se acercó calladamente hacia las luces que llenaban el centro de la habitación.
“Yo soy Fabián y tengo ocho años. ¿Quién eres tu?”- Dijo, dirigiéndose a la luz más cercana.
La luz se acercó al niño y tomándole la mano depositó en esta un poco de su brillo.
“¿Qué es esto?”-le preguntó el niño
“Es un ramillete de estrellas”-le respondió-“sólo las estrellas podemos estar aquí, pero si llevas esto con la misma ilusión que nosotras y lo guardas en absoluto secreto podrás visitarnos el tiempo que gustes la próxima navidad” Le dirigió una sonrisa y se alejó para seguir bailando y cantando alrededor de las mesitas.
El niño, aún atónito, siguió a la estrella que daba vueltas en círculos por la habitación.
“¿Qué lugar es este? ¿Cómo te llamas?” –Repetía, agitado, una y otra vez, sin obtener respuesta. Eran tantas las vueltas que daba la estrella que no lograba seguirle el paso y, cansado y desesperanzado, cayó al suelo y por algunos minutos sus ojos se cerraron.
Sus oídos volvieron a sentir aquel aquejumbrado tic-tac proveniente del reloj, y al reabrir sus ojos vio que se encontraba a un lado del arbolito que rebosaba en regalos, miró su mano y vio que aún tenía en ella el ramillete que la estrella le había dado. Contento de que no se tratase de un sueño corrió hacia la cama de sus padres para despertarlos y así ellos juntos abrieran pronto los regalos; pensando en el camino que dentro de un año volvería a visitar a las luces ya que, después de todo, aún mantenía el ramillete de estrellas en su poder.
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