Abril era su nombre… y mantenía intactas las ilusiones de los sueños, las doradas fragancias quiescentes y vivaces, el ardor de vivir…
Bajo la piel de la llovizna, un mañana, una promesa a realizar, un deseo humedeciéndose en el alma… un suave murmullo creciendo día a día… como su cabellera rubia y sus manos pequeñas… como sus proyectos de niña crepuscular.
Una intrépida melodía de brisas primaverales iba componiendo el destino sobre su mundo mágico, sobre sus horas inmensas… Cómo no sentir que a sus ocho años, todo el tiempo le perteneciera plenamente! Si eran suyas las estaciones, la cruz del sur, el paradigma que no se oculta tras el horizonte…el lucero de la mañana… el profundo amor de sus padres.
Vocablos suaves se escribían a modo de poesía y daban forma a sus días, a las promesas de crecer y de amar… Todo era sin dudas, un maravilloso cielo…
… Hasta que la noche se hizo amarga… una de las más negras y amargas en la vida de aquel pueblo taciturno.
Aquel día, ululaban las sirenas de las ambulancias como si supieran del amargo destino. En la ruta se agolpaban los transeúntes; los policías y los paramédicos hacían lo suyo. Algunos se abrazaban sin poder dar crédito a lo que graficaban las retinas absortas. Los rostros estaban enjutos y ensimismados… Todos obraban callados, con una oscura resignación.
Alguien que emergió de entre los hierros retorcidos, secó el sudor de su frente; se tambaleaba y portaba en su cuello un estetoscopio sin tiempo y una cruz de plata sin Cristo; sus prendas manchadas de sangre y una impronta de sensaciones difusas en la mirada le acompañaban.
Pronto se acercaron esos, los que merodeaban el área próxima a la catástrofe, refregándose las manos entre el llanto y la desolación. Le miraron en actitud suplicante, como implorando las migajas de una vida, que sigilosa y filiforme se les escabullía sin remedio. Se sacó los guantes con pasmosa lentitud y les miró fijamente, tan solo unos breves segundos; luego inclinó el rostro y frunció sus labios con levedad, en señal de impotencia…
Ya el destino estaba sellado. No existía una palabra que al verbalizarla, diese con la imagen exacta de lo que allí acontecía.
Cuando entonces la vi, aquel sábado en la morgue del hospital, aquella noche negra y final, fatídica… tan frágil e indefensa, con su blandito cuerpo herido como un bello angelito en las márgenes del paraíso, sentí tanto pero tanto dolor, que la frustración desintegró mi ánimo y mi entereza, y tuve un deseo imperioso de que ese cruel instante no hubiese sido jamás…
Ese día, aprendí en carne propia la importancia y el valor intrínseco de aquello que tanto amamos. Comprendí cuan dispersos y abstraídos nos hallamos muchas veces, envueltos en distracciones que no nos permiten captar el don preciado de nuestros seres queridos… y entendí que a veces en la curva de los días, en el fárrago o en la trinchera, en la lucha cotidiana… allí donde las escolimadas expectativas del ser humano se desvanecen, allí entonces allí y solo a veces, la vida es un cruel desatino, una befa circular que nos amedrenta, un flagelo… y el dolor, mi amigo, es tan réprobo e irremediable, que nos asimila en breve y con saña, al despojo y al silencio, a la gris pesadilla, a la herida abierta, al acíbar y a la lívida muerte…