De un modo inexplicable.
Todos en la estación sabían de algún modo inexplicable que era la última vez que miraban a Javier. Es decir, la última vez que estaban frente al cuerpo rebosante de vida de Javier, la última vez que carne y alma fundianse en un solo latido para conformar el maravilloso ser que ahora partía al encuentro de su hado. Por que él podría regresar, claro está, pero ya no sería él mismo Javier, no; nunca lo sería, solo parte de él, mas bien su cuerpo inanimado, quizá solo sus huesos inútiles, talvez su carne putrefacta, sus cenizas. Podría inclusive regresar intacto, pero ya sin su aliento vital. O sea muerto. Su otra mitad andaría quien sabe donde, buscando asidero en otra dimensión, en otro cuerpo, en otro ser.
Entre sollozos y frases entrecortadas la desconsolada madre se derrumbó sobre el pecho del viajero. A último momento fue necesaria la intervención enérgica y autoritaria del padre, para arrancarla de los brazos del vástago que partía quizá para siempre.
El resto de la familia: hermanos, tíos y abuelos se acercaron a estrechar la mano del desventurado, sin verlo a los ojos naturalmente, como si temieran revelar con una sola mirada su destino fatídico.
Cuando el autobús desapareció tras los cerros, la familia regresó a la villa en silencio absoluto. Los sollozos de la madre interrumpían de cuando en cuando la quietud lapidaria del viaje.
Una vez en casa todos retornaron a sus actividades rutinarias. Después de la horripilante cena, (puede leerse escena), todos huyeron a sus habitaciones, cual ratas sorprendidas por un haz repentino de luz. Y nadie, absolutamente nadie hizo alusión al tema: o sea, a lo que de algún modo inexplicable, sabían de Javier.
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