Zapatos taco blanco y negro, prendidos con hebilla de hierro, en su caminar denotan cierta inseguridad de quien los lleva puestos.
La mirada asciende desde ellos, se desliza por las largas y sensuales piernas, rodea las caderas anchas, recorre la estrecha cintura, deambula por los pechos al descubierto, se deleita con la curvatura de su espalda, y se desilusiona al ver su cabeza partida en dos, sus sesos revueltos, su cara desfigurada, la mirada se transforma y se repugna ante aquel cuerpo desnudo, sin vida, colgado con cuerdas traslucidas, como un títere, un macabro juguete que baila, haciendo chocar sus zapatos taco contra el piso.
Apoya la cabeza en la almohada y mantiene sus ojos fijos al techo.
Acaricia su bello rostro con la yema de sus dedos, besa sus labios y arregla sus dorados cabellos.
Limpia con la camisa sucia la sangre que baña las sabanas y la alfombra junto a la cama.
Abre el cajón de su mesa de luz guardando el arma con el que acaba de aniquilar a su victima, toma la cabeza con los ojos aun fijos al techo y la coloca en el cuerpo que entre tantos otros ha elegido para ella.
Como si fuera otro de sus cuadros observa su obra manteniéndose expectante.
Toma un vestido de fiesta, vistiendo su cuerpo hasta entonces desnudo y luego con suavidad toma las manos de su mujer perfecta con las suyas y comienza a danzar.
Desde sus ojos, la mirada observa la fiesta de su amo, recorre en silencio la habitación de las partes, la sangre que llega hasta el techo del matadero, los cientos de cordones traslucidos, las manos pegadas en las paredes, los brazos y las piernas tirados en un rincón junto a la desordenada ropa, los torsos vigilantes desde debajo de la cama, los corazones en los frascos de la alacena y luego regresa para mirar el espectáculo que protagoniza desde el espejo.
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