EL CANTO DEL VIENTO
“Empieza el llanto
de la guitarra
llora.
Como llora el viento
sobre la nevada.
es inútil callarla.
Es imposible callarle”
(Federico Garcia Lorca)
En el recuerdo a Don Atahualpa Yupanqui
Era un pueblo chico en aquél tiempo. Era como tantos poblados de la llanura pampeana, en Argentina, con un par de comercios, el infaltable corralón de Ramos Generales, una escuela, una capilla, una cancha de Pelota a Paleta, cuyo bar era también sala de conciertos, un curandero y una vieja estación ferroviaria.
Un pueblo donde los lugareños no querían que encontraran sus senderos los pasos de gentes de afuera que turbaran su paz y la tranquilidad que por décadas conservaban.
Era el caserío de Baigorrita (nombre de un caciquejo aborígen) a 15 kilómetros de la ciudad de Junín, en la Provincia de Buenos Aires.
Por sus orillas, ranchos de paja y adobe, con sus pequeños corrales.
Allí se veían, los gauchos, los peones, los jornaleros (también llamados “crotos”, porque un Ministro de Gobierno de apellido Croto, les permitía viajar gratis en los vagones del ferrocarril en épocas de cosecha). Hombres de curtidos rostros, de firme mirar, fuertes manos encallecidas; hombres de mucha pampa galopada.
Comenzaba la primavera por este lado de Occidente, era septiembre del año 1962.
Con ese paisaje se desvelaban las guitarras trasnochadas de humo, asado, vino, aguardiente y canción, en las abiertas noches estrelladas.
Cantaban “Los Chilicotes” (grillos en lengua aborigen), cuatro jóvenes dotados de fresca y hermosa voz, y que noche a noche adornaban su pobreza con los mejores lujos de una vidalita, una chacarera, una zamba, una milonga campera, o de alguna otra nostálgica canción del folklore tradicional. Yen el silencio, todo parecía mas bello, cuando el viento se llevaba, coplas del tiempo aquél, que se sumaban al misterio de la noche.
Se acompañaban con la guitarra, pero las voces del instrumento, más que oírse, se adivinaban en los intervalos y pausas. Solo las voces, como enredaderas, trepaban por los hilos de la luna, para devolverle al viento, los viejos cantares de las pampa.
“Caminito largo, vidalitá
De los sueños míos.
Por él voy andando, vidalitá,
Corazón herido”
Estos viejos recuerdos, duermen en mi corazón, desde hace muchísimo tiempo. Alguna vez asomaron como duendes apiñados sobre mi existencia, sobre todo, cuando, hombre ya, y luego de muchos años regresé de visita a mi pueblo natal que festejaba su centenario y oía a un grupo de niñas cantando, con el susurro del viento, bajo la luna, una de mis zambas. (de esas que quedaron en el olvido popular)
Pero ese andar por mi tierra natal, ya tenía en mi otro sentido, ya la vida me había soltado todos sus lobos, y transitaba por las sendas de América luiciendo desgarrones, atajando alaridos recónditos y entrando a los montes para ocultar mi llanto.
Esa canción despertó que todo en mi era música. Hasta el miedo era música en mi corazón, porqué la candidez, los cantos y el hogar me llenaban de candelas el camino.
Una noche los dioses pusieron en boca de unos amigos, una frase que habría de fijar definitivamente mi destino, amarrado al hechizo de la guitarra.
“Vamos amigo, veterano cantor, sigue susurrándole al viento con tu canto”.
Esa noche, la pachamama* desenredó todos sus caminos para ofrecérmelos.
Esa noche florecieron todas las constelaciones de mi fantasía.
Esa noche, mi corazón se arrodillaba ante el viento para jurarle amor y lealtad, y sumarme a la grey de buscadores de cantos perdidos.
Desde esa noche comenzaba a disipar el llanto de mi guitarra………….
“Es inútil callarla.
Es imposible
Callarla”.
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