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Antes que nada, un par de aclaraciones: esto, para cuando lo leas, va a tener un tiempo de escrito, creo que dejar que las cosas se asienten es bueno. Siempre te digo todo, pero hay cosas que me gusta guardarlas y comentarlas al tiempo, como al pasar, cosas que gracias al mismo tiempo ganan en estar despojadas de todo lo superfluo y vamos directo al punto.
La otra aclaración es que estoy escribiendo en una penumbra auto impuesta, apenas distingo los renglones y no me da para leer lo que escribo. Seguramente me dirás porqué no fuiste a otro cuarto y te encerraste con la luz prendida, pero cuando leas lo que tengo para decirte (o, siendo más exactos, leas lo que tengo para escribirte) te vas a dar cuenta del porqué.

Te cuento, eran las cuatro de la mañana y me desperté, fui al baño por si esa levantada era mi cuerpo hablándole a mi cerebro, pero no, no era eso. Volví a la cama, y ahí me di cuenta de algo: estaba completamente lúcido, sin un atisbo de sueño. Desvelado. Y como siempre terminas despertándote cuando me desvelo, me fui a dar una vuelta por la casa.
Fui al cuarto donde se amontonan mis cosas, ese cuarto lleno de polvo y lleno de las cosas que no hacen quien soy pero es como si, ese cuarto que existe a falta (por ahora) de un bebé que cuidar, una personita con la que vamos a romper la regla de que 1+1=2.
Me detuve a mirar los cuadros, uno por uno, de aquellos grupos que escuchaba y ya no escucho, y de otros que sigo escuchando, fotos de amigos que están, de los que se fueron y de los que se los ha llevado el olvido mutuo. Entre tanto cuadro y disco viejo, me senté en la vieja silla que heredé de mi abuelo, aquella que te gustó como para ponerla en el comedor pero quedaba desencajada, siendo como es de madera buena, robusta, tallada a mano y llena de pequeños detalles, mientras que lo que tenemos ahora son sillas de maderas brasileñas ensambladas quién sabe dónde y completadas con sintéticos varios.
En un impulso tomé la guitarra y me puse a mirarla, buscando en ella la familiaridad y cercanía que en una época tuvimos ella y yo, y toqué por instinto el primer acorde que aprendí, una vida atrás: sol. Sol, la, re. Sol, re, la, do.
Seguía siendo el instrumento perfecto, aún dos años después de no haberla tocado. Me puse entonces a tocar un par de viejos temas, casi en silencio, para no molestarte, y del que no me acordaba los acordes no me acordaba de la letra. Pero con alguno llegué a buen término.

Ahí me golpeó, en el medio de la frente y con violencia, mi juventud. Las tardes de música, el estar tocando la guitarra horas sin parar, o parando a antojo para hacer cualquier otra cosa, ver amigos toda la tarde siempre que podíamos, que si bien no era siempre porque estábamos tapados de estudio, por lo menos una vez por semana le robábamos un par de horas al Tiempo para nosotros. Ahora, ni eso nos permitimos. Recordé también el buscar entender el arte, el buscar un estilo, el buscar alguna confirmación del camino que estaba tomando mi vida, viendo la seguridad que tenía sobre lo que quería y la inseguridad de no saber exactamente cómo conseguirlo.
Entonces añoré esa vida, ese yo hace unos diez años atrás, no tantos en tiempo pero si en eventos. Y te culpé, por todo lo que ya no era, por las concesiones que hice, por todo lo que dejé atrás y de lo que me olvidé, sin molestarme en volver a ello. Me frustré, quedé colérico, mi semblante adquirió ese matiz que tanto odias, un poco caído pero firme, los ojos fijos que buscan en la nada.
Y me enojé contigo, por las peleas que tuvimos, todas al pedo, sin importar sus causas, pérdidas de tiempo, negociaciones que eran el choque de dos egos que de tan parecidos terminaban buscando lo opuesto con la misma convicción y las mismas pocas ganas de ceder, hasta que llegábamos al punto de no aguantar más la innecesaria tensión y pasábamos a otra cosa.
Todavía con la mirada perdida, ubiqué en el cuarto mi otra adolescencia: la insegura, la vacía: la de verdad. Aquellas tardes amargas en las que nada tenía sentido, en las que me daba cuenta de que algo estaba como desfasado, fuera de lugar, y era yo o el mundo. No había futuro para mí a los 19, porque ya estaba podrido. No sé de qué, pero podrido.
En fin, estaba perdido. Hasta que apareciste vos, y fuiste la razón, el porqué, el cómo, y todas las respuestas al mismo tiempo, antes y después. Me explicaste, te explicaste y nos explicamos. Éramos una nova en plena formación. No me acuerdo, capaz que porque no es importante, cuando me di cuenta de que esto era para siempre, de que jamás me cansaría de estar a tu lado, protegido y protector al mismo tiempo.
Me di cuenta de lo estúpido que fui, culpándote por nada. Pero vos sabes que pensando con el corazón sos vos la que lleva la batuta, yo solo intento seguirte sin perderme.

Me paré y fui a la cocina. Un vaso de agua fría después me fui al cuarto. Estabas dormida de lado, cerré los ojos y te di un beso en el cachete muy despacio, para que no lo sintieras y fuera solo mío. Cuando abrí los ojos, estaba mareado, y me acordé de esos besos que nos dimos cuando nos conocimos, esos que me dejaban borracho.
Me senté en el borde de la cama y empecé a escribir esto, sin corregirlo por más azucarado de más que fuera. Tenés que perdonarme tanta cursilería, pero soy un tipo feliz.
En fin, eso fue lo que hice mientras dormías.

Texto agregado el 19-03-2007, y leído por 117 visitantes. (0 votos)


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