Recordó que la noche anterior había soñado que era el único ser humano existente en la tierra. Era una de esas pesadillas. Recordó el cielo teñido de gris y violeta, como en un atardecer.
Lo seguía una niña desamparada, casi púber. Se notaba que quería hacer feliz a alguien en medio de la desolación. Manejaba una camioneta, probablemente una Chevrolet Luv doble cabina.
Todo parecía deshabitado. La niña le ofreció unos hongos. Los comió lentamente. Tenían sabor a mantequilla y queso pasado. Ahora todo era gris y de colores desorbitantes. Pensó en bailar y se observó en un curso de agua negra, aún tenía el cabello largo, como antes. Y se dio cuenta de que todo aquello era un sueño.
Al día siguiente, supo que se estaba quedando ciego. Un hombre, en el metro, lo había observado fijo. Con la mirada que él mismo solía dar a la gente enferma. La única diferencia era que el hombre era ciego. Blandía un bastón de metal y se quedó perdido en su mirada oscura. Jota apartó los ojos, no podía soportarlo.
Se sentía bello. Como enredado en una luz indiferente y blanca. Había perdido a Ana hace tres meses. Exactamente 89 días. Era invisible para todos, excepto para los ciegos.
MA®Lboro
Nadie contestaba. Nadie contestaba el teléfono. Ni siquiera su madre que era bien dada a esa clase de operaciones. Pensó que ahora era cierto: nada de simulacros. Tres días encerrada y nadie llegaba. Gateó hacia el teléfono. Pero no podía recordar las combinaciones numéricas. Alguien debería estar pensando en ella. Miró a su izquierda, como entregándose al instante trágico y observó una cajetilla de Marlboro justo sobre su hombro. ¿alguien había estado aquí y sólo había mirado el paisaje?
Observó el auricular.
No vas a dibujar los fantasmas
No sabía bien que hacer. Compró unas flores de cementerio en La Paz. Pensó que los claveles serían de mal gusto. Así que compró Gladiolos. Blancos. Como para un Matrimonio. La encontró sentada al sol y muy dopada. Como si fuera peligrosa.
Había estado con ella. Hace tres meses. Ya no la quería. Se dio cuenta de aquello cuando la vio tendida en la banqueta, con lentes oscuros, mirando al sol.
Pero cuánto la adoraba.
Lo había rastreado, hasta encontrarlo. En el auricular, ella dijo que Jota, eris en el único en que puedo confiar, que me estoy muriendo, que necesito un hospital.
Por favor, no me dejes tan sola que ahora estoy triste y que necesito cualquier cosa.
Jota le preguntó por los fantasmas. Ahora aparecen a veces, dijo.
- cómo son?
- son blancos, medios plateados
- hacen algo?
- me soplan los ojos
- y te da miedo?
- sí, pero un miedo más parecido a la soledad que al pánico
- te puedo hacer el amor aquí?
- no sé
Permanecieron largo tiempo observándose en el espejo del baño. Nadie podía hablar. Todos pensaron que sería muy triste desvestirse, mostrar las culpas y las cicatrices. Y tener que volver a olvidar todo de nuevo. Así que tomaron prozac y anfetaminas sistémicas y se besaron. Sólo se besaron largamente contra el espejo del baño.
The fear of growing old
Recibió una llamada. Ana había muerto. Había saqueado las gavetas de su doctora. Jota la conocía, había necesitado hablar con ella. Era una mujer de pelo corto y aros artesanales. Una mujer dura. Una siquiatra.
No había donde sepultarla.
Ese día de febrero fue al banco y retiró sus ahorros. Ana era la única mujer por la que se había preocupado en la vida. La vida entera. Necesitaba un lugar para llorar sus huesos.
Era un día de sol. Uno de esos días para sentirse feliz y canturrear. Recordó el texto de Ana, recordó todas las cartas que le ponía bajo la manga de la fuente de soda de Marín. Las apretaba contra su bolsillo. Vio a pocas personas. Su madre que lo abrazó levemente y le entregó un escapulario. El amigo de Ana, el traficante que lo miro con la única sonrisa que recibiría en muchos días.
No se sentía culpable. No creía mucho en nada.
Ahora se sentía como en el sueño, mucho gris de terciopelo. Recordó una película de Tarkovski y decidió irse. Y por supuesto, emborracharse hasta perder cualquier conocimiento preconcebido.
|