Ricardo coge entre sus dedos temblorosos y resbaladizos el primero cigarrillo de su vida. Su mano duda los movimientos en el aire, experimenta cómo hay que fumar. Su boca, rebosante de deseo, espera silenciosa; sin ninguna noción real de lo que le espera, aguarda lo desconocido. Pasa la saliva y su garganta emite un sonido. Sus ojos revisan el cuarto a ver si alguien lo escucha: las caras ajenas, el humo, los colores, las luces, un sonido agudo invade sus oídos. Silencio. Ya pronto llegará el momento. Ahora su mente está totalmente en blanco. Antes de que el cigarrillo toque su boca, lo vuelve a dudar. Echa una ojeada a la habitación por última vez y se despide. El cigarrillo toca por fin sus labios, y estos succionan lo que emana de él. Poco a poco, ese humo incandescente se vierte dentro del espacio que separa a las mandíbulas. La lengua baila sin detenerse y disfruta al máximo esa sensación de adormecimiento: de ligereza y pesadez al mismo tiempo. Todo al rededor va cambiando, todavía nada se puede ver bien. El humo ingresa por la cavidad que cruza el tórax y llena sus pulmones de monóxido. Los ojos se abren y la boca, por un instante, se reseca. Ricardo aguanta la respiración y espera calmado a entrar en el proceso. Siente como poco a poco sus pies comienzan a arder. Expulsa el humo que sus pulmones han guardado con obsesión por aquella pequeña gama de segundos. Su boca se vuelve a mojar con delicadeza y sus ojos ya se han normalizado. Su mano, reposando tranquila encima de su rodilla, vuelve a elevarse. Se repite todo el proceso hasta terminar con la colilla siendo aplastada contra el cenicero. Un segundo de observación y un par de respuestas cálidas a preguntas sin importancia. Pide otro y lo fuma.
Al terminarlo, prende otro, y luego el siguiente. El proceso se repite con satisfacción. Sus ojos, ensanchándose y achicándose terminan por cerrarse por completo: aunque sea mientras fumo, se decía. La mano ya no coge el cigarrillo, que se queda apretado contra la parte izquierda de los labios, que lo sostienen con esfuerzo, pero cada vez con mayor experiencia. Sus pulmones retienen el humo cada vez por mayor tiempo y al expulsarlo se siente como todo el cuerpo esta haciendo un gran esfuerzo por retener ese humo que se escapaba de su interior. El cuerpo ya comienza a sentir que pierde algo con ese humo, que algo salía para no volver. Sus pies también dejan de quemarle, pero luego son las piernas, pasa por las rodillas y llega a la ingle. Miles de cigarrillos ya han atravesado su interior. Miles de sensaciones distintas lo convierten en un fumador. Ahora el abdomen y luego, los pulmones. La sensación máxima es encontrada en este punto. Los pulmones son fuego, y se llenan de humo como el vapor cuando emana de los volcanes. La fuerza que necesita el cuerpo para soportar esa delicia se concentra en la cabeza. Perfectas sensaciones se complementan con los más odiosos dolores de cabeza. Los ojos se mantienen cerrados. Ahora, le arde el cuello. Poco a poco siente la necesidad de dejar de fumar, pero se da cuenta de que sería imposible. Quiere cerrar la boca cuando su mano le trae un nuevo cigarrillo, pero no puede. Quiere mover los pies, pero no los siente. Quiere dejar de aspirar. Pero su hirviente pecho sollozaba ya la falta de aire e inevitablemente reacciona abriéndose muy fuerte para respirar, y es ahí donde el humo entra, aprovechándose de los pulmones ardientes. De pronto se le ocurre una última opción.
Ricardo trató de abrir los ojos y lo logró. Al abrirlos, divisó a lo lejos una inmensa mano de humo, real y verdadera. Se dirigía hacia él. Lo tomó por la cabeza, pues era lo único que quedaba de él, y lo apretó contra una estructura sólida, intentando apagar el cuello del pobre hombre. Ahí, en la misma cavidad de aquella gran estructura en la que fue apagado el ardor de su martirio; lo dejaron caer. Y ahí se quedó para siempre, inmóvil, con los ojos abiertos. |