Cerámicos blancos, pegados por la mano contratada del Estado.
Silencios y ecos de niños que juegan en un pasillo distante.
Sueros que cuelgan como lágrimas falsas de una virgen milagrosa.
Camas de caño con manija, viejas de la época de Perón, jeringas sobre un mantel blanco en la mesa de luz, miran amenazantes hacia mi rincón.
La ventana de vidrios blancos de luz de iglesia se refleja sobre el piso de mosaicos grises.
Un rostro viejo y flaco que duerme y su nariz puntiaguda le apuntan al Dios de sus plegarias y este ni escucha.
La manta gris solo cubre mis pies, sus cuadros son amarillos como las gasas de que frenan la sangre y tapan agujas.
Hay dolor en mi mano izquierda, está atravesada por el frío metal que se termina calentando por el rose de los glóbulos que corren veloces y raudos por mis venas, venas que transportan sangre oscura y espesa.
Sangre muerta.
La enfermedad me pesa, pesa sobre mis piernas, sobre mi fe, sobre mi rostro austero, de largas y profundas ojeras que el tiempo curtió en la mirada de los que ven celdas y horcas.
Que silencio sepulcral, pienso y miro al techo alto de mi habitación. Que silencio hay en este lugar.
Todos duermen veo yo, aquella señora que acompaña a su marido, lee y duerme al mismo tiempo, pero lo hace sin moverse demasiado, sin pronunciar una sola sílaba.
Crees en los demonios?
Si pienso y miro al viejo casi muerto que solo duerme y no se muere, no termina de morir.
Si lo golpearía hasta matarlo, sería un acto benévolo de salvación de la ruina geronte del cielo puto que no cae de una vez.
Cada día que pasa, mis manos se ponen mas flacas. Solo miro mis manos, ya no me animo a verme en un espejo.
Anoche ya no pude levantarme de la cama, solo duermo y me cierran las persianas, así que cuando despierto siempre me encuentro en la oscuridad.
Creo en los demonios?
Si pienso y me duermo pensando en las maravillas carnales de mi pubertad, en la vieja virilidad perdida, en el amor que nunca terminó de presentarse vestido.
Cierro los ojos.
Creo en el demonio?
Si digo, en el diablo del diablo, en el verdugo de dios y toda su parafernalia de cotillón.
Al final, no hubo infierno. Solo la tibia y solemne oscuridad de mil soledades mejores que la mía. |