Hoy me he sentado a la frugal mesa de mis recuerdos. No se ha servido caviar, sino humilde pescado frito, el vino no ha sido del mejor, pero lo hemos degustado con mi madre y con mi hermano, tal si fuese esta la última cena. Siempre me quedo con la sensación que esa es la oportunidad póstuma en que escucharé los recuerdos cada vez más imprecisos de mi madre y contemplaré con simpatía los mohines de mi hermano down.
Elevo mi vaso, pues, que ni para copa alcanza y brindo por esta ocasión. A tanto llega mi convicción, que me siento viviendo en el pasado, acaso como un nostálgico personaje que hurga en sus más significativos recuerdos, quizás como un cadáver con un hálito de vida que rememora aquella velada final.
Y saboreando ese vino de modesta cepa y mordisqueando ese pescado refrito, trato de guardar en mi mente los gestos y las palabras, los silencios y las risas sin motivo, con la certeza que mañana o pasado mañana, todo eso será un icono valedero, acaso una postal que se irá añejando en el tiempo, para que éste la perfeccione con su benevolencia, coludida con mi desmemoria que, por algún fatal designio, tiende a creer –con ese facilismo que la identifica- que todo tiempo pasado fue mucho más radiante…
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