—NO te pongas así —le dice Camucha, escupiendo en el suelo—. Es uno más.
—Nunca pensé —dice Reinery, lanzando un quejido—. Te lo juro, Camucha, nunca pensé.
Reinery mueve la cabeza y cruza las piernas. Apaga la radio. “No puedes imaginar todo lo que dirá”, comenta.
—Sinceramente te estás preocupando demasiado. ¿No te habrás equivocado? —argumenta, Camucha, dándole una palmadita en el hombro—. ¿Te fijaste bien? Esta luz opaca confunde a cualquiera.
—Yo sé que ha sido él. Me quedó mirando con la boca abierta.
Reinery voltea el rostro y se soba la cara con una mano. “¿Tú me entiendes, Camuchita?”
—Por Dios que te entiendo.
—Quisiera ser tragada por la tierra.
Se levanta, va hacia el retrete, se acomoda a medias y trata de orinar. “Estoy nerviosa”, dice a manera de disculpa.
Afuera se oyen pasos agitados. Alguien toca su puerta.
—¿Tú crees que siga esperando?
—Si te ha reconocido, posiblemente siga parado en la puerta.
—Yo sé que me ha reconocido —argumenta, Reinery. Fija sus ojos en el techo y descubre una telaraña—. Y con las ganas que me tiene. Es muy vengativo.
—¿Ha seguido insistiendo?
—Más que nunca —hace un gesto con las manos—. No le tiene miedo a mi marido.
—¿Se habrá dado cuenta que Perico no te ama?
—Si me ama —dice en voz baja. Tiene puesta una peluca que ha empezado a desordenarse. “No me importa el Perico”, dice. Reinery empieza a gemir.
—¿Quieres calmarte? —Camucha le toma las manos.
—¿Qué hora es? —pregunta, Reinery, levantándose. Se dirige al espejo. Busca algo entre las gavetas.
—Deben ser como las nueve de la noche. Todavía es temprano.
—¡Ah! —exclama—. ¿Quieres prender la luz?
—¿Te vas?
—No tengo ganas de seguir con esto.
—Eres una cobarde.
Reinery la mira. Trata de entender sus palabras.
—Yo no le debo nada a nadie —dice Camucha—. Eso es lo más importante en mi vida.
Camucha agarra un poco de papel higiénico y le pasa a Reinery. “Límpiate los ojos, tienes el maquillaje estropeado”.
—¿Sabes? —dice Camucha—, todas nosotras pasamos por estos apuros. Siempre hay un idiota que se quiere pasar de vivo.
—Fíjate si sigue parado en la puerta.
—Creo que si.
Reinery se calla. “No sé...no sé...”
—Hazle frente a ver que te dice. ¡Atiéndelo!
—Tal vez tengas razón —Reinery sonríe a medias. Dice, qué locura, y se tiende sobre la cama..
Camucha la jala de los hombros.
—¡Sí, esta vida es una locura! —le grita, Camucha—. Por eso estamos aquí. Así que no te sientas mal. De todas maneras yo estaré atenta por si me necesitas.
Camucha se arregla la trusa roja que lleva cada noche, alarga la malla hasta cubrir sus muslos, se acomoda la peluca, prende la radio y levanta un poco el volumen. Se dirige al espejo y ensaya una sonrisa. Advierte que Reinery está llorando. Se introduce al baño, orina, busca papel higiénico, le limpia los ojos y la nariz, y antes de abrir la puerta, concluye:
—Nadie se ha muerto por hacerlo con el cuñado.
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