CUANDO ÉRAMOS NIÑOS, por alguna razón, siempre había pensado que mi padre era un sabio: el hombre que podía solucionar todo nuestros problemas. Nos habíamos acostumbrado verlo realizando trabajos que para nosotros era imposible.
Por aquel entonces vivíamos en casa de la abuela. Era una enorme casa, con un jardín del tamaño de un parque y una azotea donde nos perdíamos haciendo nuestras guaridas, volando las cometas de papel que hacíamos en nuestros ratos libres o molestando a los animales que la abuela criaba, sacándolos del corral y adoptándolos por toda la tarde, hasta que hacía su aparición y, bajo amenaza de acusarnos donde papá, nos obligaba a abandonar la azotea.
Pero lo que más nos divertía era pasarla en el jardín, contemplando a las avecillas que hacían sus nidos entre los agujeros de los ladrillos, en el árbol de níspero que le gustaba cuidar al abuelo o en la ponciana que papá sembró un domingo que hacía bastante sol.
Una tarde, mi hermano Daniel, contra su voluntad, golpeó sin querer a uno de los pollitos recién nacidos, dejándolo inconsciente. Papá, sin hacer caso de mi hermano que se revolcaba llorando, trajo una olla, puso abajo al pollito, dio una serie de golpes y al poco rato el animalito estaba caminando. Papá nos explicó que en su tierra revivían a los animales de esa manera. Entonces, llegamos a pensar que era un sabio o un brujo: todo lo sabía.
Pero un domingo que regábamos el jardín, contra el enojo de la abuela, vimos que una avecita de color marrón oscuro, buscaba su nido sin poder orientarse: volaba dando tumbos, como si estuviera mareada, para terminar estrellándose contra la pared, y luego, contra el suelo. Daniel corrió a levantarla, dejando la manguera a un lado, mientras yo llamaba a papá. Mi primo Carlos, se puso a gritar al ver a la avecilla desfalleciente.
Cuando papá llegó, la revisó con sumo cuidado: tenía una de las alitas destrozadas por alguna mano enemiga, de esas que tiran piedras hacia los nidos de las aves. Vimos que su cabecita se caía entre las manos de papá, sin ánimo de levantarse. Sus pequeños ojos se fueron cerrando. Hasta que su cuerpo quedó tendido entre sus manos. Entonces le rogamos que hiciera lo mismo que hizo con el pollito de la abuela. Pero, papá, movió la cabeza como diciendo, no hay nada que hacer.
—¡Tú la puedes revivir, papá! —le dije—. ¡Tú eres bueno, por favor, sálvalo...!
Pero papá no podía hacer nada. Nos la entregó y volvió a sus labores habituales. Comprendimos que papá no era el sabio ni el brujo que habíamos imaginado, que tenía sus limitaciones como todos los papás del mundo. Por la tarde, ya resignados por la avecilla muerta, cavamos un pequeño hoyo donde la colocamos, y sobre ella una cruz de palitos hecha por Carlos. La miramos en silencio, limpiándonos los mocos con la manga de nuestra camisa.
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