La Escala de los Colchones.
Mi trabajo era sencillo, visitar los vertederos, basureros y cuanto lugar pudiese regalarme un colchón. Los metía en la pick up y luego pasaba por las casas donde sabía que se alquilaban a pobres desgraciados.
El día del suceso tenía cuatro catres, dos de cuna, uno individual con apenas unas manchas y otro tamaño kingside azul, con pocos resortes fuera de lugar. Pase por casa de Chris, un cliente más que habitual.
--Aprovecha amigo –le dije--, tengo un colchón para las parejitas y bueno ya sabes que esos son los más solicitados.
Chris se asomó y le echó una ojeada experta
--Te doy 15 euros.
--Vamos amigo, ¿Crees que soy nuevo en el barrio? Tengo otro montón de casas y albergues que visitar, pero he venido a ti porqué se que tienes una zona especial.
--20 es mi última oferta –dijo.
Me reí y dándole unas palmaditas en la espalda hice que me iba, así sin trato.
--30
Subí al coche.
--Venga, 40 y ya no subo más.
Le ayude a izarlo hasta el tercer piso del edificio. El olor a fritanga era ya costumbre en estos lugares, Chris abrió la puerta y observé todos aquellos sucios colchones apiñados contra la pared.
--Estás en hora baja –le comenté.
--No veas como estaba anoche, diez negrazas y cuatro peruanos por no hablarte de las parejitas que no dejaban de tocar.
--¿Les alquilas por horas?
--Sí –me contestó algo suspicaz --. Pero todavía tengo a una de ellas en el reservado
“VIP”—Dijo señalando a una puerta al final del pasillo.
--Joder ¿Cuánto cobras?
--cinco euros la primera hora, luego 3 más por cada mediadora que sobrepase el límite.
--Te vas a hacer de oro.
Ya estaba en marcha el motor cuando Chris algo azorado tocó a la ventanilla.
--¿Qué pasa?
--Sube
Subí y le seguí hasta el reservado.
--Joder, joder, joder –dije sin aliento--, esto te va costar muy caro amigo. Yo me piro y ni se te ocurra nombrarme eh? Yo nunca he estado aquí.
Sobre el colchón yacía muerto un chiquillo de no más de 15 años, tenía la cabeza vuelta completamente del revés, así que podías ver su cara y su culo, todo a la vez.
--No me dejes con el muerto –suplico--, tienes que ayudarme a sacarlo de aquí.
--No amigo, este no es mi asunto.
--Te doy tres mil si te deshaces del cadáver.
Tres mil euros me sacarían de la inmundicia de los basureros por unos cuantos meses e igual podía pagar las letras atrasadas del coche. Viéndolo objetivamente si me quedaba sin coche no había negocio y mucho menos un lugar donde dormir. No soportaba la idea de tener que pernoctar en uno de esos albergues a los que yo suministraba material.
--¿Tres mil dices?
--Sí.
--Mmm, conozco un lugar donde no le encontrarían ni en un millón de años –dije--. El problema es bajarlo sin que nadie se de cuenta del fiambre.
Aquel problema fue solucionado rajando por la mitad el colchón que acababa de vender. Meter al chiquillo allí fue fácil, después una grapadora hizo el resto con las costuras. Apenas se veía abultado.
Le arrojamos en la camioneta y me fui con la fiel advertencia de que volvería por lo mío y que más le valía estar porqué sino me cargaría a toda su puñetera familia.
Conduje dos horas y cuarto mirando cada tanto por el retrovisor. El sol pegaba duro y yo bien sabía lo que hacía el calor con los muertos. Comencé a ver que el catre se iba hinchando e imagine lo que no tardó en suceder.
El sonido fue una explosión pastosa y tuve que detenerme para echar la pota en el arcen. Llegué a destino dos horas más tarde, mareado y apestando a cadáver. Irónicamente “Punto Limpio, Las cumbres” estaba atestado de colchones en muy buen estado.
Saqué el pringoso trozo de jergón y lo arrastré hasta el contenedor de incineración. No estaba activo, un cartel con el fondo verde ponía “Horas de Quema: De siete a Diez”. Esperé sentado en mí camioneta, tan sólo dos horas y a saborear esos tres mil euros.
Coloqué la radio y exhausto como estaba me quedé dormido.
Abrí los ojos y la noche me saludo con todos aquellos dientes blancos del cielo. Eran las ocho y un hombre vestido como el letrero se acercó.
--¿Ha colocado usted el colchón azul?
No sabía que contestar, por qué cojones me lo preguntaba el viejo.
--Sí –Dije.
--Muy bien, entonces tenemos que hablar usted y yo. Sígame por favor –Antes que pudiera decir algo el viejo estiró su brazo y quitó las llaves del encendido.
Una pistola fría y negra se posó en mi nuca.
La oficina era un salón con olor a lejía, enormes ventanas me dejaban ver la inmensidad de aquel lugar. La basura, pensé, moriré entre los desperdicios. He vivido casi toda mi vida entre la porquería y ni siquiera voy a tener una muerte limpia. Luego me relajé y medité en el hecho que estaba en el lugar más antiséptico que podía encontrar y cerré los ojos.
--No se duerma bastardo –Me dijo jugando con su pistola, iba desde mi ojo derecho hacía el izquierdo--. No sé porqué todos los pringados piensan que éste lugar es el paraíso para deshacerse de los muertos. ¿Sabes cuántos he pillado desde que trabajo aquí?
No contesté.
--Siete, jajaja, siete igual a las notas musicales. Tengo ya completa mi melodía de colchones y todos han accedido a sentarse en está oficina y charlar con este pobre viejo. Así que dispara la historia colega que soy todo oídos.
Le conté todo. ¿Qué otra cosa podía hacer?
--¿Tres mil euros? –fue su pregunta
--Sí.
Las horas de regreso a casa de Chris estuvieron acompañadas del constante Do-Re-Mi-Fa-Sol-La-Si y vuelta a lo mismo. Desquiciante, penoso e incomprensible.
Aparqué.
--Bien, falta terminar está escala, vamos a subir juntitos a casa de tu amiguito y me lo presentas, a él y a su dinero ¿Te queda claro?
Chris abrió con el gesto de quien ha estado esperando durante demasiado tiempo.
Lo que sucedió a continuación fue muy rápido. Una bandada de policías vestidos de negro entró con sonrisas amarillas y armas plateadas. Nos colocaron las esposas a la vez que el viejo tarareaba su melodía.
--Mi séptima nota entrará en prisión oh sí. Sí, sí que sí.
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