- ¡Hasta aquí no más llegaste, desgraciado!
Miré incrédulo al desconocido. Después de una declaración como esa, lo menos que esperaba era una explicación, saber por qué no podía seguir. Vi como lentamente metía su mano derecha entre los harapos que llevaba por ropa, amenazante, como en busca de una pistola. Para mi sorpresa, la pistola apareció. En realidad era su mano, con el índice apuntando hacia mí y el pulgar hacia el cielo. El resto de los dedos empuñados. La típica pistola de los niños, sólo que este personaje rayaba en unos muy mal cuidados 50 años. Con una sonrisa llena de maldad, me apuntó cuidadosamente. Levanté las manos. Vi el brillo en sus ojos, justo antes de escuchar el disparo.
- ¡Paaaaa!
Me agarré el estómago, tratando de sostener mis tripas imaginarias que se escapaban por el agujero imaginario que me había hecho la bala imaginaria de su pistola imaginaria. Puse cara de dolor, y me retorcí un poco para seguir el juego. Sus carcajadas retumbaron estridentes.
- ¡Te maté, huevón! ¡Te maté!
Tranquilamente enfundó su arma entre sus harapos, y se alejó silbando alegremente.
A la siguiente semana, ya me había matado cuatro veces. La última vez me sorprendió por la espalda. Casi se me sueltan los esfínteres al escuchar el repentino disparo a mansalva.
- ¡En la guerra todo vale, huevón! - me repetía, intercalado la frase con sus burlonas carcajadas. Aunque mi instinto competitivo solía dormitar en lo más profundo de mi ser, esto ya se estaba volviendo humillante. Ese día lo esperé largo rato detrás de un árbol. Las personas que pasaban por ahí me miraban con pena, con curiosidad, probablemente imaginando mi delirio de persecución. Lo divisé varios metros antes de llegar a mi fortín, y sin pensarlo dos veces, salté de detrás del árbol, transformé mi mano en una pistola, apunté y disparé.
- ¡Paaaaa!
Sorprendido, el hombre lanzó un grito horrible. La mítica bala lo impulsó hacia atrás, y cuál película del viejo oeste cayó pesadamente al suelo sobre sus espaldas. Jamás olvidaré el sonido sordo que produjo su cabeza al azotar el pavimento. No se movía. No hacía ruidos. Me quedé paralizado mirando el cuerpo inerte del viejo. Me sorprendí a mi mismo todavía con la pistola humeante en mis manos. Me acerqué a ver si notaba algún movimiento, pero nada. Poco a poco empezaron a llegar los curiosos. Con ellos, los primeros gritos histéricos.
- ¡Está muerto! ¡Llamen a un médico!
Despacio me fui separando de la multitud, hasta que mis pasos cautelosos se transformaron en carrera desesperada.
Dos días después caminaba nuevamente por el mismo lugar. Triste, asustado, culpable. La mezcla de sentimientos me hacía un nudo en el estómago. Sentía la cara roja, tensa, como un tomate maduro. Las manos me sudaban mucho más de lo que solían hacerlo. Temía levantar la vista, porque imaginaba a todo el mundo mirándome, indicándome con el dedo, cuchicheando sobre lo estúpido de mi acción. Cabizbajo, mirándome los zapatos, escuché un sonido muy familiar:
- ¡Paaaaa!
Sorprendido, me di vuelta y ahí estaba. Revolver en mano, la misma sonrisa de siempre y el mismo brillo lunático en sus ojos. Esta vez lucía un turbante de vendajes muy sucios sobre su cabeza.
- ¡Te maté de nuevo, huevón! - me dijo entre carcajadas -. ¡Eso te pasa por tener una puntería de mierda!
Esta última exclamación la hizo apuntándose con la pistola a la cabeza. Entre las nubes que provocaban mis lágrimas, lo vi alejarse como siempre, silbando feliz. Tenía once años.
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