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El padre Abel llegaría en cualquier momento. Sin embrago tomó valor y se dirigió paso firme hasta la biblioteca, donde él la estaría esperando. Siempre estático, siempre anhelante de sentir las yemas callosas sobre su silueta. Allí estaría él, allí estaría ella. Allí estarían los dos, en la oscura y alta biblioteca, que era su lugar de escondite; el refugio que de tanto en tanto, los encontraría apasionados descubriéndose clandestinamente.
La decisión era siempre suya, quien no debía más que aclarar un par de asuntos éticos consigo misma, replantearse los motivos por los que había entrado en el convento, y poner a prueba sus deseos sabiendo que el castigo de la tentación, no es moco de pavo.
Esa mañana despertó conciente que sería un día para el encuentro. Irremediablemente despertaba convencida. Ya eran del olvido los momentos en que reprimía y negaba, y desde ya hacía un buen tiempo, había aprendido a convivir con sus defectos. Es más, ya ni rezaba doble ración por intentar pagar por adelantado una culpa que cargaría hasta el próximo mes. Ahora era diferente. Bastaba con aceptarse impura y débil y con mostrarse correcta y aplicada, tal como en los momentos en los que el padre Abel la rebalsaba de halagos por la pulcritud de su conducta.
El pasillo que comunicaba la habitación con el patio interno, sorpresivamente, se le hizo ameno. Pero la galería que la llevó hasta la puerta de la biblioteca, nuevamente la llenó de dudas. Hasta pensó en volverse cuando la hermana Adela le hizo un comentario simpático al pasar, y que ni siquiera escuchó, y respondió con onomatopeyas y con un rostro de susto mezclado con sorpresa fascinantes. Pero el patio pronto quedó vacío. Y la poca luz que quedaba del día le indicó, casi como una señal, el camino hacia la intransitada puerta del secreto. Decidió fundamentar inoportunamente con algo de divinidad la decisión de agarrar el picaporte helado, mirando por entre sus hombros y zambulléndose rápidamente. Como nadie hubiera imaginado que su edad le permitiría.
Entró. Un suspiro de alivio la arrinconó contra la puerta, pero ya del lado de adentro. Con las dos manos detrás de su espalda y sin soltar el picaporte, sintió como el sudor frío ya conquistaba su frente, sus axilas y sus ingles. Volvió a exhalar fuerte para empezar a temer que alguien haya notado su comportamiento sospechoso.
Él la estaría esperando, en silencio pero con todo para decirle. Ella debía buscarlo. Nunca supo cómo habría hecho ni cómo hacía para colarse entre los pasillos, pero a la hora del encuentro él aparecía a medio ocultar, tal vez, entre los estantes menos visitados. Pero siempre estaba. Esta vez, habría sólo que calcular con el tiempo de regreso del padre Abel, porque la hermana Paula- que por lo general era la que más frecuentaba la biblioteca- estaba en un viaje de caridad en el interior y no volvía hasta el sábado al mediodía. Buscó por todos los pasillos con una rápida mirada descomprometida, y no lo vio. Pensó en que quizás alguien lo había visto, y se lo habrían llevado a la fuerza, pero semejante escándalo y semejante murmullo de acusaciones que hubiese generado, no hubieran podido pasar desapercibidos. Para ella ni para ninguno de los otros sesenta religiosos del lugar. Nuevamente recorrió los pasillos, pero esta vez con un poco más de concentración. Dio toda una vuelta por la habitación hasta que en el mismo punto en donde había comenzado su búsqueda, él asomó su lomo como dejándose ver. Ella corrió a su encuentro y por más de que las dudas nuevamente intentaron avasallarla, el deseo que tres semanas y media de abstinencia habían provocado, fue más fuerte: lo tomó con sus manos como arrastrándolo, él se dejó llevar, siempre en silencio. Ella con éxtasis permitido empezó a manosearlo hasta casi groseramente.
El encuentro se estaba haciendo un poco más largo de lo habitual. De pronto, el pisar particular de los zapatos del padre Abel se hicieron escuchar. Un maremoto de ideas se entrecruzó con la desesperación y las ganas de llorar en su cabeza. Sabía que el padre Abel vendría a revisar las habitaciones cuando llegara para ir apagando las luces, pero nunca pensó que la reunión con el general Ortiz fuera a durar tan poco. Pensó en esconderse y luego se odió por idea tan infantil. Se arrepintió de haber sido infiel como nunca antes. En un impulso desesperado, justo cuando llegaría uno de los momentos del encuentro que más le gustaba, lo despidió para siempre. Decidió sepultar sus deseos, la clandestinidad, la impureza y lo despidió cerrándolo bruscamente. Justo en la página donde comenzaban las ideas de un tal Darwin y una tal evolución, para manotear la Biblia más cercana y ganarse la sonrisa del padre Abel, que ya arrojaba su abrigo sobre una de las mesas.

Texto agregado el 16-03-2007, y leído por 206 visitantes. (6 votos)


Lectores Opinan
02-06-2007 ***** maria_jose
31-05-2007 Me atrapo, me encanto, tu relato!! creo que da para mas!! ***** y besitosss ///NIL/// FELICITACIONES nilda
07-04-2007 Me gsutó mucho tu historia. Aunque no era extensa, capturó mi atención y deseaba seguir leyendo. Me gusta tu forma simple y clara de escribir. Te felcito. campana
26-03-2007 Muy bueno, si se pudiera cambiar para mejorarlo, entonces lo hechariamos a perder. alegreincer
19-03-2007 Aja...!! Darwin también se preparó para ser un Ministro de la iglesia... será por eso que su forma de escribir atrae tanto a este sacerdote...? divagaciones provocadas por un muy buen texto... felicitaciones... Ismael365
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