Nosotros, los que alguna vez huimos del abrazo de un pueblo, sabemos lo que se siente estar preso del campo, de las ideas de mentes tranquilas que ven la vida morir en cada ocaso con la misma indiferencia con que lavan la ropa o duermen la siesta.
Mujeres preparadas para criar hijos, cuidar esposos, gastarse las líneas de las manos en la pasta del domingo mientras se le mueren los sueños en la novela de las dos de la tarde.
Hombres de piel curtida por los soles en mitad de la cosecha, con las uñas negras de tierra y de tiempo que pasa sin advertirse, donde la lluvia sólo es agua para los sembrados.
Gente que no sabe que más allá del campo hay otra gente.
El mundo queda lejos de los pueblos o a los pueblos no les importa el mundo.
Pocos hay que miren las estrellas, la luna roja y gigante del este, el cielo a través de los brotes del sauce, el aire en la cara de los niños, la sonrisa en los ojos de los viejos. Pocos hay que sepan que la vida no se acaba en un círculo de pasto.
Y esos pocos son lo que parten en busca de otros vientos, de luces de neón, del ruido que provocan las pisadas en el asfalto, de mañanas no tan claras pero más verdaderas.
Los “desertores”, que sueñan con otros horizontes, infinitos, quizás inexistentes, se llevan en el alma la tragedia del abandono. Pesará en el pensamiento el fracaso de no ser un pueblerino, de no estar orgulloso del caballo y de las calles de tierra que llenan de polvo las casas y las utopías.
Pero aun así se van, escapan de esa marca que, saben, no los dejará nunca y buscarán, sin querer, en cada posta futura un pedacito de césped.
Y al pasar los años regresan, derrotados o triunfantes, para saber si algo cambió, por pura curiosidad nomás, o asombro viejo.
Pero todo está igual: una cortina que esconde la mirada sagaz de una vieja, noches opacas por no verse, ligustrinas censuradas para siempre en cercos prolijos.
Las familias pasan pero los hijos son iguales a los padres, la escuela tiene las mismas aulas, la plaza los mismos árboles, la margarita florece en el lugar de antes y parece incluso que fuera la misma flor triste y antigua.
Sólo las hamacas perciben las horas, el óxido cubre las cadenas, la madera despintada de blanco y de rojo llora ausencias de niños felices, y es un lamento el chirriar de los hierros que se mueven solos, por inercia, por hartazgo.
Alguno de estos locos se queda, quién sabe por qué, tal vez tenga más esperanza que años vividos, acaso se cansó de tantos hogares lejos del pueblo o quiere quedarse en ese cementerio de tumbas perfectas.
Uno de ellos, cuando todos duermen, mira hacia el norte, busca el brillo de unos ojos, los míos, que encuentra en la distancia.
“Todo está bien” parece decirme “pero nunca vuelvas, los soñadores se mueren de tristeza en estos lados”
Y yo, que sé lo que es ver a un hombre libre agobiado por el verde, escondo alguna lágrima mientras dibujo con los labios un gracias papá.
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