Un mediodía cualquiera, transitaba yo por la calle solitaria. Me aprestaba a cruzar a la vereda del frente, cuando un extraño magnetismo me obligó a volver el rostro. La atracción aquella pudo deberse, casi sin lugar a dudas, a que un tipo mal encarado, ataviado con un sucio mameluco, que en algún tiempo fue azul- me miraba con fijeza sin igual. La fuerza de aquella mirada, insolente, inquisitiva, arrogante y persistente, me obligó a encararlo y –de la misma forma- a devolvérsela con la exacta fijeza, el mismo afán inquisitivo y –por supuesto- con involuntaria persistencia.
Pasaron cinco, diez, acaso veinte minutos de mutua indagación ocular, en la que parecíamos dos basiliscos enfurecidos tratando de asesinar al inoportuno adversario. En tal acción, me obligué a no pestañear siquiera y la furia se aposentó detrás de mis pupilas, para saltar sobre ese personaje inoportuno que me impedía el paso.
No cejamos en el intento de aniquilarnos mutuamente con la mirada. Cuaquier ser de facultades extraordinarias, que en ese momento transitase por el lugar, habría percibido la energía que despedían nuestros cuerpos y acaso, se habría aterrado al comprender que de allí sólo uno escaparía con vida.
Las cinco de la tarde nos recibió como un par de justicieros en medio de una ciudad despejada del oeste, sin cartucheras ni pistolas, ambos, en un duelo inusitado, con nuestras pupilas tratando de doblegar al otro.
La noche pudo interceder para que esta estéril afrenta hubiese llegado a su fin, pero como parecía que esto estaba predestinado desde siglos, un potente foco iluminó nuestros rostros cariacontecidos y en medio de ellos, los ojos dispuestos a traspasar la inconsistente membrana de la intimidad del otro, buscando un flanco por el cual atacar.
La madrugada se desplegó lenta, para encontrar a un par de tipos que no cesaban en el objetivo ciego de humillar al otro. Me asombré de ser tan fuerte, pese a todo y aunque mis ojos debían estar enrojecidos, continuaban clavados en los del tipo, el que, sin evidenciar tampoco fatiga ni muestras de declinar en su afán, no despegaba sus ojos pequeños pero hirientes, de los míos.
Han pasado varios meses. Se han sucedido las estaciones, las noches y los días y siento como mi barba flamea al viento. El tipo, cuyo mameluco se ha tornado de un color neblinoso, enarbola también una encanecida barba que ha ocultado sus facciones. El tampoco ceja en el intento de traspasarme con su mirada fiera. Y yo, a veces a la defensiva y a veces atacando con furia, no despego mis pies de aquel lugar y creo que no lo haré hasta que uno de los dos caiga vencido por su propia porfía…
*(El basilisco era un animal fabuloso con cuernos de serpiente, patas de gallo, alas espinosas y cola en forma de lanza. Era considerado como el rey de las serpientes y se le atribuía la propiedad de matar con la mirada).
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