Me sumerjo dentro de la vorágine de mis sentimientos. Escudriño mis profundidades. Recorro palmo a palmo ese sendero que he transitado una y otra vez. Es mi mundo irreal, incorpóreo, el mundo del alma. Aquel donde los sueños y los pensamientos son una realidad tangible. Un sitio al que libremente accedo para permitirle a la materia convertirse en espíritu. Transito en ese estado ideal, dejando de lado las emociones que me atormentan y oscurecen mi existencia: la violencia, que trasciende a los seres humanos, la impotencia de no poseer defensas para contenerla y el temor permanente de sucumbir ante ella. Y es allí, en ese estado de ensoñación, cuando mi espíritu se aquieta, se calma la angustia. Entonces, llega el instante de regresar a la existencia real, con sentimientos positivos y con otra emoción: la de haber estado más cerca de Dios, haberme fundido en Él, por unos segundos, llegando al conocimiento profundo y permanente que nadie ni nada puede ingresar a ese interior mío, donde únicamente hay sitio para mi alma, cuyo templo es este, mi cuerpo, que será su guardián permanente, hasta que ella resuelva abandonarlo. |