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El día que encontramos la pierna, Lucía estaba guapísima. Aprovechando el buen tiempo y que faltaba más de un mes para los exámenes finales, decidimos organizar una excursión en bicicleta por el bosquecillo cercano al pueblo. Todas las chicas de la pandilla iban en pantalón para mayor comodidad, pero Lucía llevaba un vestido fino de algodón, estampado y alegre. Con los vaivenes del camino, el vaporoso vestido se le subía y a mí me era imposible apartar la mirada de sus bonitas piernas. Ella se daba cuenta sin hacer nada por cubrirse, sólo me miraba y se reía. Su larga melena rubia reflejaba los primeros rayos de sol de la mañana. A sus quince años parecía un ángel, pero no lo era.

No recuerdo bien quien dio la voz de alarma. Acudieron todos corriendo menos yo, que a duras penas renqueaba por el resbaladizo terreno. Cuando llegué, metí la cabeza entre los cuerpos de mis amigos y vi la pierna. Estaba a medio enterrar pero se veía claramente que era la pierna de una mujer negra. Se podían adivinar restos de pintura roja en sus uñas y, aparte de pequeñas úlceras y multitud de insectos recorriéndola, parecía conservarse en buen estado. Era espeluznante, nos quedamos paralizados sin saber qué hacer, mirándola hipnotizados. Al fin, alguien hizo un comentario jocoso que alivió el nerviosismo y los chicos, animados unos por otros, comenzaron a bromear para disfrazar la conmoción del descubrimiento. Una chica se giró y vomitó. Yo miraba a Lucía, que se había abrazado exageradamente a Miguel, el cual empujaba la pierna con una rama.

-No toquéis nada.

-Hay que llamar a la policía.

-Quizás haya más partes del cuerpo.

-Vamos a buscar.

Lucía se erigió como líder para organizar la búsqueda situando a unos y a otros para cubrir la mayor cantidad de terreno. Luego, mirándome con una traviesa sonrisa, me dijo:

-Tú, cojo, súbete en la bici y avisa a la policía.

Nunca me había molestado que mis amigos me llamasen cojo, estaba acostumbrado desde pequeño y ellos lo hacían con naturalidad, como si fuese mi nombre. Pero en la boca de Lucía sonaba como un escupitajo, había algo perverso en su forma de tratarme. A veces era todo candor y simpatía, se interesaba por mí, me hacía preguntas y parecía una vieja amiga a pesar de que se había unido al grupo unos meses antes, pero otras veces, las más, disfrutaba vejándome delante de los demás, burlándose de mi cojera y coqueteando con todos menos conmigo, con el pobre lisiado.

A media tarde el bosque se había poblado de policías, médicos, y curiosos que pululaban ajetreados buscando pistas u otros restos del cuerpo. Nadie parecía saber a quien pertenecía la pierna. En un pueblo pequeño como el nuestro difícilmente hubiese pasado desapercibida una mujer negra, no era de por aquí y, por lo tanto, no había nadie directamente afectado, y como cualquier suceso era válido para romper la monotonía de nuestras vidas, el grupo de rastreadores presentaba una apariencia de romería alegre y desenfadada, impropia de las macabras circunstancias.

Nuestros padres nos habían dado permiso para unirnos a los voluntarios y yo me las apañé para caminar junto a Lucía, pese a que ella me había ignorado durante todo el día. Me conformaba con oler su perfume o con rozarle casualmente la mano, y no me cansaba nunca de mirarla. Era tan guapa, con su piel blanca y perfecta, con sus ojos de diosa y con sus movimientos de acróbata. Sabía que nunca se fijaría en mí, que estaba fuera de mi alcance y que, aún con mucha suerte, sólo conseguiría ser su amigo; pero algo en mi interior me impedía perder la esperanza. Soñaba que unos científicos encontraban la cura a mi cojera y me imaginaba corriendo y saltando junto a ella. Sin embargo, en aquellos momentos, me costaba seguirla. Mi pierna pesaba más que nunca y, para colmo, el polen me irritaba la garganta y los ojos, dándome el aspecto de un bebé hinchado y lloroso.

A las siete de la tarde encontraron la otra pierna y después, cuando ya era casi de noche, apareció un brazo y parte del tronco. Todos estábamos entusiasmados, a pesar de que no nos dejaban ver los nuevos hallazgos. Desde donde yo estaba, un poco apartado ahora, veía a Lucía hablar y gesticular mucho, estaba contenta y exultante. Disfrutaba sintiéndose algo protagonista de la situación, decirle a todos que ella fue de los primeros, le gustaba sobresalir, llamar la atención. Eufórica como estaba, se dirigió a mí y me abrazó fuertemente:

-¡Ay, mi cojo favorito!

Durante unos segundos pude sentir, apretado al mío, su cuerpo de adolescente, suave y agradable, que olía a canela y vainilla, y mi boca acarició, levemente, su mejilla. Allí, quietos los dos, yo era un muchacho normal, no un tullido, y mis piernas, pegadas a las de ella, eran tan válidas como las de cualquiera. Podría haberme pasado el resto de mi vida así.

Comenzaba a refrescar y noté que a Lucía se le erizaba la piel. Le ofrecí mi jersey, que ella aceptó con una encantadora sonrisa:

-Espérame después. Me acompañas a casa y te lo devuelvo –y regresó corriendo hasta donde estaban los otros.

Todo lo demás dejó de tener importancia para mí. Apenas escuchaba las indicaciones de los policías o los gritos de los que encontraban algún trozo del cuerpo de la desgraciada mujer. Mi acelerado corazón se dividía, ya que, por una parte, ansiaba que el tiempo avanzase velozmente para acompañar a Lucía a su casa, pero por otra parte, temía hacer el ridículo junto a ella, quedarme mudo e idiota igual que en otras ocasiones. No podía desaprovechar aquella oportunidad para hablarle. Yo quería decirle muchas cosas. Le quería decir que, aunque no hubiese reparado nunca en mí, yo sí me había fijado mucho en ella, porque era la criatura más guapa y encantadora que pudiese existir nunca, la más maravillosa y fascinante, y que yo deseaba ser su amigo, un amigo de verdad, y que a partir de ahora nos contaríamos nuestros secretos y nuestras esperanzas. Caminaría rápido junto a ella aunque me doliese la pierna para que pudiera escucharme bien. Excitado, me senté bajo un árbol y observé el movimiento de los haces de luz de las linternas, que parecían hacer danzar a las siluetas y a los árboles. Yo tiritaba de frío y de emoción.

Debí quedarme dormido un buen rato, porque cuando abrí los ojos apenas quedaba nadie. Me levanté y busqué a Lucía por todas partes pero no estaba. Un policía me apremió para que me marchara, por lo intempestivo de la hora y para no preocupar a mis padres. Sólo encontré a dos de mis amigos que se volvían para su casa.

-¿Te has enterado ya que han cogido al asesino?
No te lo vas a creer.

-Era Eustaquio, el borracho. Fue a por una puta a la ciudad y luego la mató, el muy bestia.

-¿Habéis visto a Lucía? –pregunté.

-Si, claro, esa como siempre. Se iba para su casa besándose con el Miguel.

Unos metros más adelante, encontramos mi jersey tirado en el suelo.

Texto agregado el 15-03-2007, y leído por 112 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
25-03-2007 Buen texto, el final casi decepciona, acostumbrada a encontrar finales perfectos. bruja
 
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