Cuando preguntó acerca del asunto pensé: “no especialmente bien”; lo cual es normal en casi todos los casos, pero por alguna razón la respuesta me hizo sentir tan incomodo, como la pregunta misma. Cuando repitió la pregunta quise responder porque consideré que era lo correcto, pero no porque deseara realmente hacerlo. Sin embargo, sentí un sutil desapego, un repentino deseo de no hacer nada y dejarlo todo como está. Me ha ocurrido en medio de la calle, cuando veo la gente con problemas, sigo de largo, porque no me interesan ni los unos ni los otros. Esa tarde sentí que no me importaba lo que ocurriera con la gente allá afuera, ni la urgencia que pareciera tener quien llamaba.
Definitivamente era mi sala, pero sentía que ya no era mía, como si tampoco me interesara ya lo que había en ella. Ni en la casa, la que tanto me costó levantar. No me interesaban sus pisos de mármol; ni las paredes de estuco veneciano; ni sus finos muebles; ni sus corredores, ni sus gabinetes; ni la biblioteca con sus libros raros adquiridos año tras año. Tampoco me importaba la cita del día siguiente con el gerente de la compañía que se asociaría con la nuestra, de la que seguramente resultaría un buen negocio.
La aldaba volvía a golpear la puerta de abajo. En el silencio de la casa se podría pensar que quien llama así, seguramente lo hace por un asunto de suprema importancia. Una mujer se alejaba de la puerta, hablaba con otro hombre: “Pregunté si estaba bien, decidí llamarlo a usted porque nadie respondía”. Oí de nuevo la pregunta en el ambiente, y la verdad no me sentía ni bien, ni mal, la idea había dejado de importarme. Detrás de mí mi cuerpo yacía inerte y el cordón de plata se empezaba a romper una vez y para siempre; la pregunta que me interesaba no era: cómo me sentía; sino: qué había hecho. A última hora me di cuenta que en realidad estaba desnudo y que me había empeñado en acumular riquezas, dejando lo importante de lado. |