Llegó a su casa con una inquietud explosiva, que a fuerza de cultivarla todo el día amenazaba con hacer estallar el corazón.
Apenas cruzó el umbral de la puerta sintió el alivio de alejarse del mundo, de estar solo y con su violenta circunstancia.
Solo, muy solo. El y nadie más que los viejos muebles, objetos entrañables con voces sordas y llenas de historias.
Era el momento de dar salida a ese estado de ansiedad que clamaba, como preso perpetuo por escapar a la calle, aunque sea por unos minutos
A pesar de sentir que su vida estaba marcada por la fragilidad, sostenida por alfileres, era historia sucedida y objeto de reflexión. Denostarla, exaltarla o simplemente, promisoriamente, aprender de ella.
Pero tenía tantas asignaturas pendientes, que era mejor aceptar que en esta vida sólo se está de paso, sin trascendencia.
Aunque también era cierto, había materias aprobadas. Algunas, pocas, sobresalientes. La mayoría, como su récord escolar, apenas con un "regular o bien"
Y de todo ello añoraba la autenticidad del ser. Sentir, expresar y satisfacer la flojera, el apetito canino, el sexo apremiante y rebosante. La audacia e insolencia.
Libertad de gozar lo ajeno que le resultaba los cuenta habientes de cualquier banco, con sus rostros compungidos, perdiendo minutos y minutos en la fila para pagar un abono de su vida empeñada.
El tiempo en que no hacía falta nada para vivir, salvo la fuerza siempre presente, esa que brotaba a raudales y sin falta todos los días.
Pero bueno, hoy los amigos ya se habían ido en el torrente de la vida. Las novias ya no lo eran. La fuerza y vitalidad estaban en cautiverio y de vez en cuando, cada vez menos, honraban con su efímera presencia.
La música que conmovía sonaba hueca.
El entusiasmo de la borrachera se dispersaba rápidamente en la culpa.
Y en este estado calamitoso donde se desarrollaba lo que se ha dado en llamar madurez, brotaban las comparaciones.
Con el padre que a la misma edad tenía la vida resuelta y sin saberlo la padecía.
Seguramente por la vejez y el cáncer que día a día se imponía, privilegiaban el sueño enfermizo y la tristeza; la maldita reflexión sobre lo que se pudo haber sido y no fue.
Y esto lo llevaba en automático a pensar en las mujeres que no fueron, las comidas que pasaron y no volverán; los amigos que se han ido con sus complicidades, risas, exabruptos y conflictos en que se pierde y se gana el alma.
Y es que cercano a la recta final, se alzaba el desafío de una vida nueva. Renacer (de cenizas). Pero sin la fuerza de los veinte, que permitían asumir, revolcar, derrotar a la vida y salir adelante, con heridas, pero siempre triunfante.
Pero esas historias ya sólo eran propiedad del viejo mobiliario. Repletos de la alegría de las fiestas, los sufrimientos del sobrevivir cotidiano.
¿Porqué no desecharlos y dar paso a una nueva vida?
No era posible, quizás porque ella, su actual compañera ya no representaba una ilusión. Con su pasado pesado y entreverado con el suyo. Sus años maduros unidos a los de él. Sus mutuos y diferenciados compromisos.
Sería distinto iniciar una vida con mujer inédita. Pero eso no era posible, sería tanto como renunciar a lo que se fue, la historia que formaba, para bien o para mal, el ser.
Reunió, de aquí y de allá la fuerza dispersa. Los ahorros modestos. Reservó un boleto de avión a la isla.
Pasó lista con profunda nostalgia a los viejos libreros que sirvieron de morada durante más de 25 años a los volúmenes de todos colores, predominando el rojo, con los que siempre quedó en deuda.
Aquel largo y estrecho, modesto en su conífera manufactura, pero lleno de ideas , como debe ser, donde el polvo se depositó -todavía no tuvo tiempo aunque sí intención de penetrar- los textos en rústica que una vez, hace algunos lustros, clasificó bajo el grosero, por impreciso rubro de “marxismo”.
Ahí junto, vecino arrogante y grueso, su similar de ébano finamente trabajado y orgulloso de contener las encuadernaciones lujosas, celosas guardianas de las finas láminas del arte europeo. Legado paterno, que no herencia, quizás porque el querido hombre en su entrañable egoísmo siempre albergó la idea de que el goce estético es de quien lo trabaja. Aquí y en el más allá.
Y ahí junto, los trillizos nacidos en serie y de poroso conglomerado, ligeros y acogedores como debe ser la literatura contemporánea. A fuerza de convivir tantos años con su asiduo cliente parecían expresar la tristeza del inminente abandono. Probablemente intuían el desalojo de sus distinguidos huéspedes, aquellos también burdamente encasillados como “boom” latinoamericano -desde los más destacados hasta los más modestos, claro según el punto de vista y ánimo- “destape español” y “liberales estadunidenses”.
Alejada un par de metros de sus congéneres, en lugar preferente, la ostentosa vitrina de roble y vidrio blandía la sensualidad de su contenido para no ser abandonada: las obras completas de José De Souza y Fernando Pessoa que buenos portugueses no se encontraban a gusto, pero finalmente resignados a fuerza de convivencia con la media docena de licores finos comandados por el Cardenal Mendoza y la colección de monedas que atestiguaban, anquilosadas el paso por las universidades de su habitual usuario de utilidad.
El ambiente de luto viejo se veía interrumpido por el chillar estridente de la computadora que pasmada hacía notar a su amantísimo y fiel tecleador el servicio mal remunerado de contener la forma y alma de millonarias letras y que siendo aun joven estaba condenada prematuramente al abandono ¡cuando la pobre ilusa no cobraba conciencia que hace tres generaciones ya era un icono demodé, vamos, Anita Ekberg en los ochenta !
Sepultó los libros, doscientos o poco más en las tumbas de cartón, porque su alcurnia exigía el ceremonial y en seguida los incineró.
Las llamas se alzaron un par de metros sobre la superficie del jardín. El dantesco espectáculo lo excitó a ir por más, matar el pasado. Como un demente asaltó el armario y a la hoguera fueron los trajes, una docena, las detestables corbatas, desde Iker hasta “poliéster chino S.A.”, y porqué no, los albornoces con su largo historial de esfuerzos en el gimnasio. Ya entrado en gastos las fotografías. Todas, la historia de su vida..
Al día siguiente voló a islas mujeres.
Después de alojarse y cenar, se atragantó una botella de brandy, salió a la playa y sumergió medio cuerpo en el mar. regresó a su habitación muerto de frío, abrió la pequeña maleta , extrajo el arma y alcanzó a meterse dos balas en la boca.
La vista se llenó de un rojo festivo y el cuerpo experimentó la anestesia del frío.
Con la satisfacción de haber vivido lo vivido y nada más, sin dudas, ni temores, comenzó su largo periplo espacial en busca de las cenizas de sus libros, sus fotografías, su historia.
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