No olvidaste pintar el viejo ramaje con barniz al agua color roble. Decorar el árbol con los sueños nuevos es lo que esperabas. Colocaste las flores de crepe, y los papeles de caramelo dobladitos en forma de palomas. Le pusiste las luces blancas que te sobraron de la navidad pasada, las encendiste, ¡qué belleza!, pensaste.
Pero los sueños no cabían, se caían desbordando esperanza que no era contenida por las débiles ramas de la realidad que lo golpeaba.
Los sueños no caben en cualquier lugar con solo desearlo, hay que darles un sitio muy seguro y tranquilo.
Escondiste en un sobre el nombre del amor y lo guardaste bajo el árbol, no vaya a ser que el dueño de ese nombre descubriera el secreto que tu alma silenciaba.
No pudiste con tu genio y sacaste las fotos del recuerdo para colocar algunas con los sueños del árbol que apenas sostenía ya el peso de tu filosofía.
Observaste sin gracia el desparpajo que habías hecho, no había un orden preciso ni razón de tenerlo, si era un sueño de niño el colgarse de sueños y esperar a que crezcan como crecen los sueños.
Finalmente, extenuado, terminaste con todo y con una sola chispa incendiaste aquel árbol con el nombre, las fotos, las palomas y flores. Pero los sueños, los sueños los salvaste para hacer otra vida, otro árbol, otro sueño. En el fondo sabías que si acaban los sueños la quimera del tiempo te cobraría por ello descontándote tiempo. Y si tu los salvabas, tal vez, sin quererlo te salvabas con ellos.
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