Se extrañaba la lluvia, sentir su peso caer sobre mis párpados empapando la falta de concordancia. No podía modular del todo bien, el impacto había sido demasiado estruendoso y dejó entre mis dermis más que un leve escalofrío. Los símbolos urbanos se mojaban de ira, como si nunca fueran escuchados, derritiendo el vapor ardiente que imaginariamente condecía la lluvia. Nunca, jamás, me había sentido así, tan atrapado de vivir en este sueño enmascarado de pesadilla y que no me dejaba respirar. Me asfixiaba, me tiraba a esos rincones que mi mente tenía prohibido transitar pero en donde inconsecuentemente siempre solía estar. Malditos recuerdos, sin tan solo pudiese olvidarlo, fingir que nunca ocurrió y que no sería parte de mi memoria temporal. Que no marcaría en mí mi trascendencia, lo olvidaría, o por lo menos hice todo por intentarlo.
Entumidos estaban, radiándose por los destellos de luz amarga que pretendía calentarme. Sé que para entonces no tenía conciencia de mis actos y caminar desnudo frente a su cámara no me parecía relevante. No podría explicarlo, es demasiado para las pocas palabras que utilizo. Mas estuvo absorto a toda mi realidad, contagiando de parodias mi cuerpo, ese maltratado y abusado, pero al final de cuentas el mío.
Nadie supo de aquellas fotografías, nadie tenía porqué saberlo, bastaba con saberlo yo y con ahogar esas memorias morbosas que me aplastaban.
Mis ochos años estaban cubiertos de reiteraciones, de miradas casi intolerables que enmudecían la mía. Aún ni en mil años sé que nadie me volvería creer una sola palabra y que al leer mi relato entraría en pánico la intachable imagen de la autoridad.
Lo único que siempre amé de él fue su grandeza al tocar el violín, música era lo único que él tenía y dudo que sus notas se solidificaran en la realidad. Jamás supe entender el mundo del violín y quizá por ello me hospedaba en su casa prácticamente todos los días después del colegio. Los niños hacen cualquier cosa para no estar solos, son un poco ilusos y demasiado soñadores, y aunque quisiera negarlo, yo también era parte de ellos. Sus manos, recuerdo demasiado bien sus manos, acariciando mi cuerpo, apretando mis delgados labios y rozando mis hebras casi deliciosamente como lo hacía al tocar su violín. Nadie debía de enterarse, este asunto era entre él y su propia virilidad.
Llovía en verano, inusual para aquellas épocas y sumamente repugnante para los balnearios. Mi cuerpo parecía romperse añicos, quebrantado en su estructura dorsal, impidiendo el buen flujo de mi inocencia. Después de ello quedé impregnado de dolor, maldiciendo mi propia ineptitud que poco a poco se hacía presente bajo el agua. Siempre creí que esa tarde el cielo lloraba por mí, por mis condolencias, por tratar de romper la gélida sonrisa que nunca más reapareció, se había perdido, hondo, demasiado hondo, entremedio del sepulcro gris que la arrastró consigo.
Hoy ya bordeo los veinte, doce años después desde la última vez que lo vi. Por causas paradójicas hoy también llueve, pero esta lluvia es distinta, ahora arrastra sabores que me impedían probar y que por tantos años me vinieron siguiendo el rastro. Quisiera dar de estar así, atado a sus abusos y a los recuerdos que siempre sospeché, yo lo sabía, sabía que nunca terminaría por deshacerme de su imagen, que él estaría presente en todo mi crecer y que jamás me dejaría vivir lo que desde siempre quise ser. Sé que por más que lo trate jamás podré borrar esa parte de mí, estará viva por siempre, palpitando el pánico sublime y tejiendo las razones para quebrantar del llanto. Tal vez si tengo algo de suerte la lluvia se detenga algún día y se lleve bajo su paso el cruel reflejo de saberlo, de saber que nunca podré desfragmentar este trozo de mi vida.
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