Malloy se restregó las manos nerviosamente. Tenía los ojos clavados en la mesa y parecía incapaz de mirarnos.
“¡Dios mío!”, repetía, “Estoy perdido… ¡perdido!”
El sargento Warner se acercó a él, dio vuelta la silla que tenía enfrente, y se sentó apoyándose en el respaldo.
“Escuche Malloy”, le dijo, “Podemos protegerlo. De hecho tenemos pruebas de las amenazas. Dread no se cuidó demasiado al dejarle ese mensaje en su contestador telefónico. Pero si quiere protección, necesita decirnos donde se encuentra Dread, y donde está el dinero del asalto”.
Por primera vez en horas, Malloy levantó la vista. Nos miró a cada uno, intensamente, como si tratara de incrustarnos lo que pensaba con la sola fuerza de su mirada. La expresión de su rostro era una mueca dislocada y patética del más absoluto pavor. Sacudió la cabeza.
“Oh no, ustedes no pueden hacer nada”, mordía las palabras con desesperación, su voz era un silbido atroz, “No pueden protegerme. Nadie puede hacerlo. Él vendrá por mí”
Warner me miró un instante. Su mirada decía “va a ser una larga noche”. Se volvió hacia Malloy:
“Amigo, lo llevaremos a un lugar seguro, donde no podrán encontrarlo. Dread no es tan poderoso”.
Y entonces, Malloy levantó la cabeza y estalló en la más espantosa carcajada que he escuchado en mi vida. Era la risa de un terror cercano a la locura.
“¡No lo entiende amigo!”, aulló, “Dread dejó ayer el mensaje en el contestador. ¡Y yo lo maté hace dos semanas!”.
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