Lo conocí a Martín un día, cuando volvía con mamá de la panadería. Lo ví jugando solito, en el patio de adelante de la casa de ladrillos, la que está en la esquina. Otro día, yo venía jugando con un autito, haciéndolo correr contra la pared de esa casa, y se me cayó adentro. No lo podía sacar, porque estaba la reja. Pero apareció Martín y me lo alcanzó.
“¿Cómo te llamás”?– le pregunté.
“Martín”– me contestó.
“Yo soy Manu”- le dije
Me cayó bien enseguida, porque se llamaba igual que el nueve de Boca, que es mi ídolo. Nos hicimos muy amigos. Jugábamos siempre en el patio y yo lo cargaba, le decía que era re-loco, porque siempre estaba vestido con ropa rara, como muy vieja. “¡Parecés un abuelito!”, le decía. Y él siempre se reía.
Jugábamos un montón, toda la tarde. Jugábamos a la pelota, con los autitos, a los piratas, a los dinosaurios, a él siempre se le ocurrían juegos buenísimos. Nada de juegos en la compu, ni ver la tele, él se imaginaba todo y ni entrábamos a la casa. Además sus papás nos dejaban jugar tranquilos, ¡si nunca los ví a sus papás!
Un día le conté a mamá sobre Martín. Ella se rió y me dijo: “Pero Manu, ¿cómo va a vivir ahí si esa casa está abandonada?”. Me fijé bien y ví que la casa estaba vieja, con las ventanas rotas y el pasto crecido en el patio de adelante. Medio raro. Nunca me había dado cuenta. Pero igual, a Martín no le importa y a mi tampoco. Dos por tres, me voy a jugar con él.
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