1. Uno
Me subí al ómnibus, y el guarda me dio mi boleto: el 90309, no pude creer mi suerte, el boleto no solo sumaba veintiuno sino que además ¡era capicúa!. Lo metí rápidamente en el bolsillo, para la suerte.
Enseguida me saltó la realidad: yo no soy un tipo supersticioso, no debería estar contento por este boleto, no creo en que hay que hacer ciertas cosas, mandar ciertas cadenas, para asegurarte la felicidad, ni creo que haya cosas que no debo hacer para escaparme de la mala suerte. Pero me propuse creer, a ver qué pasa si se deja la razón y las razones de lado.
El día fluyó normalmente, en el trabajo no pasó nada extraordinario, la misma abulia de siempre, papeles para allá y para acá que buscan que uno los deje en su reposo final, condenados al olvido. Después, con la ansiedad de que me pasara algo extraordinario, decidí rime caminando a casa.
Estaba nublado, era verano pero un verano traicionero, con más lluvia y humedad de la deseable, con días de campera y días de bermuda alternados continuamente. Había un viento leve, y yo llevaba el boleto en el bolsillo, protegido de este viento que lo podía alejar.
A dos cuadras de casa me encuentro con Lude, recuerdo difuso de algunas noches de salidas en barra en la adolescencia, nos dispusimos a hablar un rato mecánicamente que cómo estás, yo bien, ¿y tu familia bien?, si bien tranquilos, mi hermano se fue a Cuba a estudiar medicina, mira vos justo él que era un bajo, si, justo el, jaja. De repente noto que sus ojos no me miraban, me buscaban, me exploraban de a poco, y qué te parece si la seguimos en otro lado, bueno total yo andaba caminando por las calles buscando una razón para hacerlo en la propia caminata, yo justo vengo del trabajo y no hay mucho para hacer los miércoles de esta vida, bueno de repente encontramos algo, de repente.
Yo seguía sosteniendo el boleto con mi mano izquierda, pero cuando entramos al bar, decidí dejarlo en el mostrador, ya había cumplido conmigo, ya habrá otros a los que pueda salvar de este mundo que se cae a pedazos.
2. Dos – “la suerte de otro”
Afuera llovía con fuerza, el ómnibus estaba vacío, y yo estaba parado al fondo dispuesto a bajarme en la próxima parada. Para entretenerme, me dediqué a mirar el contenido de la papelera a la izquierda de la puerta para bajarse, había entre propagandas varias muchos boletos tirados, y me puse a sumar los números de cada boleto mecánicamente hasta que, para mi sorpresa, me di cuenta de que uno sumaba veintiuno. La tentación de levantarlo era grande, pero ¿quién dejaría un boleto de esos? ¿ya nadie cree en la suerte? El gris de la ciudad nos está ganando, ya tenemos personas que dejan la suerte en la papelera.
Acerqué mi mano y amagué agarrarlo, pero me asusté de las consecuencias de hacerlo, llevaría lo que no estaba destinado a mí, y entonces me bajaría en un barrio extraño, impulsado quien sabe por qué, solo para descubrirme entrando en una casa que no era la mía, saludando a gente que no es mi familia y revisando cuadernos que tampoco eran los míos, de los cuales tomaba notas e intentaba aprenderlos, estaría encerrado en un cuerpo que sería mi prisión sobre la cual no tendría ningún control, y un día iré por la calle caminando y me veré a mi mismo venir, y vería con ojos espantados como alguien con los mismos ojos de espanto pasaría a mi lado, las cabezas no se moverían ante la presencia del otro pero los ojos lucharían desesperadamente por verse, hasta que esto fuese imposible y nos daríamos cuenta, ahí mismo y para siempre, que estaríamos viviendo la suerte de otro.
La voz del guarda me saca de mi trance, el ómnibus llegó a destino. Me pasé un par de cuadras de mi casa, pero no importan un par de cuadras cuando uno sigue teniendo su destino.
3. Tres.
Me subí al ómnibus y me tocó el 3329. Por poco no me tocó un capicúa, apenas cuatro personas, ahí mi autoestima me pega indicándome que siempre fui un tipo casi suertudo y los tipos casi suertudos no sirven de mucho, recibí el golpe en las costillas pero no hice caso, fui a sentarme callado.
Me vine fijando en quién sería el afortunado que recibiría el 3333, que resultó ser una afortunada, una muchacha de más o menos mi edad, rubia y de una cara particularmente preciosa, vestida con ropas de trabajo en oficina, con auriculares y lentes negros. Se sentó al lado mío. Tenía un aroma a café que siempre me vuelve loco, pero estábamos en un ómnibus y ninguna regla de conducta me permitía hacer nada, así que me dediqué a mirarla de reojo, para no parecer embobado por ella, como en realidad lo estaba.
Estaba leyendo un informe, y lo estaba comentando a alguien más por los auriculares, que no traían consigo música sino que pertenecían a un celular. Discutía sobre el informe con alguien que al parecer quería explicaciones demasiado rápido, estaba gesticulando y al borde de la histeria, pero era una profesional, y sabía como sonar cortés por más que estuviera irritada.
Cuando cortó la llamada se tiró hacia atrás y cerró los ojos, suspiró profundamente, como dejando ir una parte del alma, parecía a punto de dormirse cuando trajo de vuelta su cabeza hacia delante y se puso a leer el informe, haciendo anotaciones con una letra ilegible de lo apurada, pasó varias hojas rápido casi sin leerlas, y atendió al poco tiempo otra llamada.
Todavía estaba hablando mientras paraba para bajarse en la próxima parada, se apretó los lentes negros con el índice de la mano izquierda y tiró el boleto en la papelera antes de bajar. Ni lo miró.
Hay personas que, por no parar un segundo, jamás se darán cuenta de su suerte |