A lo largo de mi vida he trabajado prácticamente de todo, pero ser juez del Primer Concurso Internacional de Enamorados fue, sin duda, mi mayor rareza laboral. Quinientos euros por controlar a las tres parejas que habían superado las fases clasificatorias en una prueba final de resistencia: besarse en la boca hasta no poder más.
Las reglas eran sencillas. Uno. Los dos componentes de cada pareja debían estar unidos en todo momento por sus labios. Y dos. Permanecerían de pie y abrazados sobre un círculo de un metro de diámetro pintado en el suelo. Bastaba que incumpliesen una de estas dos normas para quedar automáticamente descalificados.
Me llamó la atención que no se me pidiera, como árbitro de tan peculiar evento, que valorase el cariño, el sentimiento o la pasión. Pregunté y los organizadores alegaron que debían basarse en criterios objetivos para evitar reclamaciones de los participantes.
La final del concurso se celebró en París. Los Campos Elíseos se convirtieron en el marco incomparable de tres parejas dispuestas a besarse para demostrar que estaban más enamorados que nadie y, sobretodo, para conseguir el viaje a la Isla de Pascua que obtendría el dúo ganador.
Como en los chistes, había una pareja de alemanes, una de franceses y una de americanos. Nunca habría creído que hubiese tanta gente en el mundo dispuesta a animar a sus compatriotas a besarse. La pantalla gigante que se levantaba cerca del Arco del Triunfo reflejaba la enorme expectación que había. Mil banderitas de barras y estrellas se agitaban mezcladas entre gritos de ánimo germanos. Un alboroto al que los parisinos, sabedores de que jugaban en casa, respondían mostrando orgullosos sus pancartas y cantando a coro la Marsellesa.
Después de una breve introducción contando las excelencias de San Valentín, Cupido y sus flechas del amor, di por iniciado el concurso. Los participantes pegaron sus labios y se encadenaron con un abrazo. Eso fue lo más parecido al amor que vimos sobre el escenario.
El fervor inicial fue apagándose paulatinamente y cinco minutos más tarde, los gritos de ánimo eran pequeñas islas perdidas en un océano de desencanto. Más que ver besos, los allí presentes asistíamos atónitos a una demostración gimnástica grotesca: dos parejas tratando de permanecer enganchados a cualquier precio. No era ni romántico, ni excitante. El sopor se fue apoderando de la multitud y después de una hora esperando pacientemente a que algo sucediese, muchos de los presentes decidieron regresar a sus casas.
Al final de la tarde ya sólo quedaban los incondicionales. Por suerte, la medianoche nos distrajo por un instante del aburrimiento. La chica francesa tenía problemas para permanecer en pie. Veinte minutos más y una lluvia pasajera fueron suficientes para asistir al primer abandono. El equipo de casa se retiraba con la cara desencajada y haciendo muecas. ¡Ya sólo quedaban dos!
La paciencia del poco público que seguía confiando en el amor terminó sobre la una de la madrugada. Se empezaron a oír silbidos. Luego, voces de desaprobación cada vez más enérgicas. El jaleo y la curiosidad hicieron que, poco a poco, el público que se había ido a su casa hastiado por el pobre espectáculo, regresara. Traté de calmar los ánimos, aunque sinceramente, tampoco le puse mucho empeño. Me divertía la escena. ¡Nunca había visto besos en un ambiente tan hostil!
Para amansar a la muchedumbre a alguien se le ocurrió poner música. Y eso ya fue la hecatombe. A ritmo de Love me Tender, el cabreo fue in crescendo hasta convertirse en un auténtico caos. Lo más lógico habría sido suspender el concurso, porque era evidente que se nos había ido de las manos, pero el único que tenía potestad para hacerlo era yo... ¡Y yo me estaba divirtiendo horrores! Así que dejé que las dos parejas siguiesen “besándose” mientras en los Campos Elíseos se preparaba otra revolución francesa.
Y cuando ya nadie lo esperaba... triunfó el amor. No sé quién fue el primero, pero en cuestión de segundos la noche de París vio cómo centenares de parejas de espectadores se fundían en un beso. Un beso de verdad, con sentimiento, con ganas de besar. El espectáculo fue inmenso. Ni la comunidad hippie más optimista habría podido soñar tal manifestación de paz y amor.
Legitimado por el calor del público, descalifiqué a las dos parejas y me uní a la fiesta. Por supuesto, me despidieron al día siguiente y no cobré mis quinientos euros. Pero esa noche, de eso no me cabe la menor duda, hice muy bien mi trabajo.
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