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Ahí estaba el hombre, en el barandal del puente a punto de saltar. Muchos curiosos se habían congregado a su alrededor. Él los veía de reojo, sintiendo asco por el morbo de la gente.

Cuando su vida se transformó en un infierno, podría jurar que algunos de los rostros que ahora lo observaban incrédulos estaban también ahí. Dos semanas atrás, caminaba distraídamente en dirección a su trabajo. Una calle tranquila, con muy poco movimiento vehicular. A unos pasos adelante vio una piedra pequeña casi gritándole "¡patéame por favor!". Miró alrededor, y no había nadie más en la calle. Recordando sus tiempos de futbolista (que en realidad duraron un par de meses), hizo algunas fintas contra un rival imaginario mientras se acercaba a la piedra para hacer el remate final. Se imaginaba los vítores del público, y simulando una repetición en cámara lenta, finalmente pateó el pétreo balón. Aunque el puntapié no fue muy fuerte, la piedrita comenzó a dar saltos irregulares, primero contra la vereda, luego contra el asfalto de la calzada. La siguió incrédulo con la vista, mientras la piedra seguía y seguía dando saltitos... en dirección a un automóvil que tuvo la mala fortuna de pasar por ahí. Calle tranquila, casi sin movimiento, el hombre sintió el rugido del motor y supo que venía a una gran velocidad. La piedrita, continuando su concierto de saltos y tumbos se dirigía directamente al bólido que venía en sentido contrario. A medida que se acercaban, el hombre poco a poco se encogía de hombros y apretaba los dientes, como una sonrisa forzada, pero con el terror dibujado en la mirada, preparándose para el impacto. En el último segundo, la piedra dio un rebote más alto que los anteriores y golpeó con un chasquido en el parabrisas del vehículo. El cristal en un instante pasó de ser transparente a ser un opaco amasijo de grietas que impedían completamente la visibilidad. El hombre sintió el chillido de los neumáticos en la calle, pero sólo por un momento. El siguiente sonido fue ensordecedor. El automóvil chocó de frente contra un grifo a veinte metros de él. No fue como en las películas. El automóvil prácticamente se partió por la mitad, mientras que el grifo casi ni se movió. Una de las mitades del capó se metió con violencia por el parabrisas, y el hombre vio un bulto salir volando hacia él. Cayó a unos metros, y rodó tranquilamente hasta chocar con sus pies. Con horror, vio cómo un par de ojos lo miraban fijamente desde el suelo. El rostro cubierto de sangre todavía reflejaba sorpresa. Los párpados todavía funcionaban, y se abrían y cerraban terroríficamente, mientras los labios se movían articulando palabras, pero sin sonido. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, de pie frente a la cabeza cercenada. En su declaración, el hombre olvidó completamente mencionar su despliegue futbolístico con la piedrita. Todo el tiempo que estuvo dando declaraciones, no pudo despegar la vista de sus propios zapatos, todavía manchados con algunas gotas de sangre que salpicaron desde los histéricos labios de la cabeza del conductor.

Durante las dos semanas que siguieron, el hombre prácticamente no durmió. Innumerables sueños de cabezas transformadas en pelotas de fútbol que lo perseguían lo atormentaron cada noche. Ya no lo pudo soportar más, y en un arranque de locura, tomó la decisión. Y ahí estaba ahora, en el barandal del puente dispuesto a saltar. Respiró profundamente tres veces para darse valor, pero al mirar hacia abajo, nuevamente sus manos se cerraban apretadamente sobre las barandas del puente. Repitió el ejercicio varias veces, hasta que olvidó mirar hacia abajo. Entonces saltó. Sus pies se despegaron del puente, y comenzó la caída libre que duraría (según había calculado mientras se decidía a saltar) unos cuatro o cinco segundos. Lo que no sabía era cómo la percepción del tiempo se distorsiona en esas situaciones. Le parecieron siglos. Repasó su vida completa, su familia, sus amigos, sus vecinos. A todos los vio despidiéndose con lágrimas en los ojos. Miró hacia abajo y vio con terror cómo el río se aproximaba más y más, a una velocidad vertiginosa. Tres... dos... uno... la cuerda elástica se apretó violentamente alrededor de sus tobillos. Alcanzó a sumergir la mitad del cuerpo en el agua, y un repentino tirón lo volvió a sacar y lo elevó por los aires. "¡Si señor!" pensaba el hombre, mientras lanzaba alaridos de victoria. "Una miserable piedrecilla puede acabar con tu vida en un segundo. ¡Voy a disfrutar la mía al máximo!". Después del bungee, pensaba hacer parapente, ala delta y, si le daba el tiempo, un poco de kayak. Vivir con culpa, o vivir. Esa noche, el hombre durmió como un rey.

Texto agregado el 13-03-2007, y leído por 384 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
07-12-2007 ¿Que será más exitante ,la caida libre o volver a ascender? Ya no me da para comprobarlo. Mi voto. pantera1
16-03-2007 bien narrado, nomás que no me convenció que una pinche piedrita provocara dicho accidente... pa mí que este hombre ya era un suicida en potencia. :D kiwidefresa
16-03-2007 ME GUSTÓ MUCHO LA HISTORIA Y COMO LA LLEVAS. NAIVIV
14-03-2007 Quise decir: esperaba ouacosta
14-03-2007 Que suspenso, no esperan otra cosa que no fuera la propia muerte por la tragedia que lo enloquecia; buenisima forma de salvarlo. Se puede vivir la culpa, pero es demasiado llegar a la propia muerte por algo tan lejano a la voluntad, como el capricho de una piedra. **** ouacosta
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