Me gusta sumergirme en la vorágine de mis pensamientos. Ellos me dan una libertad, una independencia total del universo que me circunda. Son míos. Yo los creo y los manejo a mi libre albedrío. Nadie los critica, nadie los rebate, nadie puede cambiarlos, como cambian nuestras palabras. Nadie puede tergiversarlos como hacen con nuestros actos. Puedo crear con ellos un mundo diferente, un futuro ideal, una vida placentera. Experiencias que me harían feliz. Pero a veces me traicionan. Me transportan por laberintos plagados de negatividad, de malas ondas. Sacudo mi cabeza y los repelo porque son nocivos, venenosos. Mi mente los arrincona y los empuja hacia el abismo espectral de donde han surgido. Siempre vuelven. Se filtran por las hendijas que dejan abiertas el odio, el rencor, las palabras agresivas y carentes de amor y respeto. Por allí pasan y a veces son tan perseverantes que no solo violan los límites de nuestra razón, sino que trascienden los de nuestra alma.
Pensamientos, pensamientos ¿qué hacer con ellos? ¿Qué actitud positiva tomar para que su desquiciada voluntad no me afecte? Sola una está a mi alcance: trasladar al papel toda su enmarañada red saboteadora de mi paz mental y espiritual.